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1-Troceando en busca del yo

Afilando los cuchillos

 

Los niños hacen preguntas muy raras. A mí me dijeron: “Si te cortan la cabeza, ¿dónde notas el dolor, en la cabeza o en el cuerpo?” No recuerdo qué contesté, yo también era un niño por aquel entonces. Pero a pesar de los años transcurridos la pregunta me llamó la atención lo suficiente como para recordarla hasta hoy y darme la idea de empezar este libro con ella.

 

Es posible que alguien considere que es una pregunta muy fácil, ya que como los muertos no sienten dolor y la decapitación causa la muerte en un cien por cien de los casos, la respuesta será que si a alguien le cortan la cabeza no va a notar el dolor en ninguna parte. Pero ese razonamiento sólo sería correcto si la decapitación causara la muerte instantáneamente. Es probable que los decapitados tarden al menos unos segundos en morir, segundos en los que sean capaces de sentir dolor. Está claro que el niño asumía eso, y nosotros también lo asumiremos.[1] ¿Por dónde empezar, entonces? Se nos ocurre partir de una simple, casi inocente observación: sólo las mentes pueden sentir dolor. No nos imaginamos a las piedras o a los ríos sintiendo dolor. Es más, los objetos sin mente no parecen sentir ni dolor, ni alegría, ni aburrimiento, ni nada en absoluto. Entonces, como tener mente es un requisito para sentir algo —sea lo que sea ese algo— parece una buena idea determinar primero si la decapitación priva de mente a la cabeza, al resto del cuerpo, a ambos o a ninguno. Si encontramos que alguna de las partes del decapitado ha sido desprovista de mente ya sabremos que ese fragmento corporal en concreto no va a sentir ningún dolor. Por lo tanto, nuestro primer paso consistirá en averiguar en qué región del cuerpo se halla la mente. Si la decapitación separa un fragmento del cuerpo de esa región, ya sabremos que ese fragmento no podrá sentir dolor.

¿Pero seguro que la mente se encuentra localizada en alguna región? Quizás la mente es una propiedad repartida por nuestros cuerpos, impregnando cada trozo de nuestra carne, piel y huesos. Pero esa parece una hipótesis bastante improbable, pues sabemos que si alguien pierde un brazo o una pierna sigue siendo el mismo de antes, manteniendo intactos sus recuerdos, sus opiniones, su personalidad y sus aficiones. No todas las partes del cuerpo parecen ser relevantes para la mente. Así que la descartaremos y escogeremos la hipótesis contraria, la que afirma que la mente está localizada en una región de nuestros cuerpos, formando algo así como un órgano de la mente. Y eso implica que el resto del cuerpo debe estar comunicado con ese órgano por medio de ciertas conexiones, tal y como el corazón está comunicado con el resto del cuerpo mediante vasos sanguíneos. Si no existieran esas conexiones, nuestra mente estaría totalmente incomunicada del resto del cuerpo, y no tendríamos explicación de cómo es posible que nos puedan tocar en un pie o en un hombro y nuestra mente lo perciba de forma casi instantánea.

Pero releamos esta última frase, en concreto la expresión “nuestra mente”. Hay algo raro en ella. ¿Tenemos una mente o somos una mente? Para intentar responder a esa pregunta vamos a imaginarnos que un día nos despertamos convertidos en un horrible insecto, como Gregorio Samsa en La Metamorfosis. Pero por si la situación de la novela de Kafka no fuera lo suficientemente extraña, añadimos una vuelta de tuerca: además de despertarnos convertidos en un horrible insecto, vemos con horror a un ser con nuestra recién perdida apariencia humana al lado del cubo de basura lamiendo una cáscara de plátano. Se ha producido un intercambio de cuerpos. ¿En dónde estaríamos nosotros en esa situación de pesadilla? ¿A dónde habría ido a parar nuestro yo? ¿Con quién de los dos nos identificaríamos? Parece claro que en ese escenario nosotros seríamos el ser de cuerpo de insecto y no el ser de cuerpo humano. El ser de cuerpo humano en el fondo sería un insecto, aunque su apariencia sea la de un humano. Por el contrario, el ser de cuerpo de insecto seríamos nosotros, sólo que atrapados en un cuerpo de insecto. Esta historia sugiere que es la mente y no el cuerpo lo verdaderamente importante, lo que nos proporciona nuestra identidad. Nuestra mente es nuestro yo. Así que a partir de ahora, aunque de manera provisional, consideraremos que es lo mismo un yo que una mente. Y en este punto ya estamos preparados para un pequeño giro en la trama. En realidad, la pregunta “Si te cortan la cabeza, ¿dónde notas el dolor, en la cabeza o en el cuerpo?” no era más que una pequeña excusa para introducir la pregunta principal de este capítulo. La pregunta principal de este capítulo es “¿En qué parte del cuerpo se halla nuestro yo?”

Encontrándonos

 

¿Y en qué lugar siente el lector que se encuentra su yo? Uno podría esperar una respuesta similar a esta: “Eso no es algo que se sienta. Sé que tengo un yo, pero no lo siento en ninguna parte en concreto. ¿Por qué iba yo a experimentar una sensación tan rara? Es como si me preguntaran en qué país siento yo que se halla el árbol más viejo del mundo.” Pero, curiosamente, la respuesta habitual no es la esperable. Mucha gente afirma sentir el lugar en el que reside su yo. Por ejemplo, mucha gente situaría a su yo justo detrás de sus ojos. ¿De dónde procede esa extraña sensación?

No parece difícil explicar por qué la gente se suele situar cerca de los ojos. La vista es frecuentemente nuestro sentido principal, y la usamos entre otras cosas para medir distancias y ubicarnos mentalmente en el espacio. Así, si vemos un avión y un gato, ciertas claves visuales nos indicarán que estamos más cerca del gato que del avión. Pero lo interesante está en que si vemos nuestra mano y nuestro pie, las mismas claves visuales nos sugerirán que estamos más cerca de nuestra mano que de nuestro pie, aunque ambos formen parte de nuestro cuerpo. La costumbre de guiarnos visualmente para ubicarnos en el espacio hace que mantengamos esa guía incluso a distancias pequeñas, por lo que si vamos reduciendo la distancia acabaríamos por sentir que nos encontramos en nuestros ojos, el origen del sistema, el lugar donde la distancia visual es nula. Pero esa sensación es tan solo una ilusión, una consecuencia de la omnipresencia del sentido visual en nuestras relaciones con el mundo.

 

A pesar de esa sensación, algunos sabios de la antigüedad como Aristóteles no creían que el yo estuviera cerca de los ojos. Aristóteles creía que el órgano de la mente era el corazón. ¿Por qué? Es fácil deducirlo. El corazón es un órgano que reacciona ante nuestros pensamientos. Por ejemplo, cuando sentimos miedo late con fuerza. No obstante, el miedo también hace que las tripas se revuelvan, por lo que alguien podría aplicar el mismo razonamiento para concluir que el yo se halla en las tripas.

 

La idea de Aristóteles no está mal, pero tiene un problema, y es que hemos dicho que el órgano de la mente debe estar comunicado con el resto del cuerpo mediante ciertas conexiones. Siendo así, el órgano de la mente podría perfectamente estar situado en el cuello —o en la espalda, el vientre, etc.— y por medio de sus conexiones interaccionar con los ojos, el corazón y las tripas. En un cuerpo donde todo está conectado, la localización exacta de los órganos no parece ser demasiado relevante, y por ese motivo es difícil deducirla. ¿Qué podemos hacer para deshacernos de ese problema? Si alguien quería librarse del tono truculento con el que se inició este libro, siento frustrar su deseo, al menos temporalmente: durante este capítulo vamos a seguir cortando, amputando y decapitando con el fin de inutilizar las conexiones que conectan el órgano de la mente con el resto del cuerpo. La idea básica será trocear y preguntar. Si es que nos contesta alguien.

Los yoes mudos

 

Lo primero que haremos será amputar una pierna. Esto parece un experimento bastante absurdo, ya que hemos afirmado que las extremidades son con casi total seguridad irrelevantes para la mente. Es muy improbable encontrar a un yo ahí. A priori una pierna es sólo un mecanismo para andar, cuya estructura está absolutamente dedicada a la locomoción. La pierna no parece ser parte del yo, sino más bien una herramienta del yo. ¿Pero estamos seguros de que una pierna no posee un yo? ¿Cómo podemos garantizar que algo carece de yo con total seguridad?

Efectuamos la desagradable operación, suponiendo que hemos logrado convencer a alguien lo suficientemente insensato. Y una vez hemos acabado, vemos que esa persona no parece haber sido desprovista de su yo: observamos que habla, opina sobre la pérdida de su pierna y se pregunta por qué ha accedido a colaborar en un experimento tan absurdo. Pero somos experimentadores meticulosos: queremos saber también el caso de la pierna. Al fin y al cabo podría ser que el yo se hubiera dividido y que la pierna también tuviera un poco de yo. Así que nos acercamos a la pierna recién amputada y preguntamos: “¿Hay alguien ahí?” Y ante el mutismo sepulcral de la pierna decidimos que el yo en esa pierna se ha perdido por completo. Pero caemos en la cuenta de que esa podría ser una conclusión demasiado precipitada. ¡La pierna no tiene boca para poder responder! Teniendo en cuenta esa circunstancia, decidimos reformular nuestra pregunta de esta manera: “¿Hay alguien ahí? Si la respuesta es afirmativa contraiga dos veces el gemelo, gracias.” La pierna no se mueve. Al fin hemos sido meticulosos de verdad, hasta que caemos en la cuenta de otro problema: la pierna no tiene orejas. ¡Aunque pudiera responder no puede oírnos! Está claro que el experimento era más complicado de lo que pensábamos. Se nos ocurre la idea de contactar con la pierna en código morse. Mediante toquecitos, mandamos este mensaje: “¿Hay alguien ahí? Si la respuesta es afirmativa contraiga dos veces el gemelo, gracias.” La pierna no se mueve. ¿Hemos sido totalmente meticulosos al fin? No. Pudiera ser que la falta de riego sanguíneo haya hecho perder el sentido del tacto a la pierna. O que la hayamos matado por la misma causa. También pudiera ser que la pierna siga sintiendo y experimentando pero haya perdido la capacidad de entender el lenguaje. O igual la pierna está tan enfadada con nosotros que no nos quiere responder. Concluimos que determinar si algo posee un yo no es nada fácil, y esto es lo que quería transmitir con esta historia. Un poco más adelante nos encontraremos con un problema similar, y espero que entonces el lector entienda por qué he hecho hincapié en este problema narrando un experimento tan surrealista.

El candidato ganador

 

No vamos a entretenernos más buscando el órgano de la mente. Gracias a los avances de la ciencia sabemos hoy que la mente está en el cerebro sin ninguna duda. El cerebro es el órgano de la mente que buscábamos, nuestro candidato ganador. Es tan fiable ese dato que resultaría muy difícil hoy en día encontrar a alguien mínimamente formado que dudase de él. Actualmente incluso conocemos cuáles son las principales funciones de las diferentes regiones del cerebro. Sabemos que una lesión en el hipocampo puede causar problemas en la memoria, y que una lesión en el área de Broca puede causar problemas en el lenguaje. Tenemos incluso tecnologías de neuroimagen, como la Imagen por Resonancia Magnética Funcional o la Tomografía por Emisión de Positrones, que nos permiten ver al cerebro activarse en vivo y así poder relacionar el contenido mental con las áreas de mayor actividad en tiempo real. Por ejemplo, es de esperar que si le pedimos a alguien que recuerde la casa en la que pasó su infancia encontremos bastante actividad en el lóbulo occipital, involucrado en los procesos de la visión. Asimismo, hemos realizado experimentos muy detallados sobre las neuronas, las células principales del cerebro. Por ejemplo, Hubel y Wiesel demostraron que ciertas neuronas en el cerebro de los gatos están especializadas en detectar patrones visuales concretos. Comprobaron que una neurona específica del cerebro del gato responde ante el movimiento de una barra en un ángulo de unos 45º pero no ante el mismo movimiento estando la barra completamente horizontal o completamente vertical. Aún nos queda por aprender mucho sobre el cerebro, pero lo que sabemos nos deja muy claro que en ese órgano de consistencia blanda y kilo y medio de peso residen nuestros recuerdos, percepciones, opiniones, emociones, sentimientos, decisiones... toda nuestra mente y todo nuestro mundo.

Regreso a los cuchillos

 

Hemos resuelto ya la duda sobre la que trata este capítulo: el yo está en el cerebro. ¿Le parece satisfactoria esa respuesta? Si su respuesta es negativa, cuenta con mi simpatía. Alguien le pudo decir a Aristóteles que el yo se halla en el interior del cuerpo y por lo tanto no era necesario indagar más en la cuestión. Pero Aristóteles quería saber más, su curiosidad le impulsaba a conocer en qué parte exactamente del cuerpo estaba ese yo. Esa curiosidad sin límites es la misma curiosidad que empuja a la ciencia, y la que nos empuja ahora a nosotros a preguntarnos en qué parte del cerebro estará ese yo. Aristóteles sabía que el yo no era una propiedad que involucrara la totalidad del cuerpo, debido a que una persona podía perder un brazo o una pierna y seguir teniendo la misma mente y la misma personalidad. ¿Pero es posible perder un trozo de cerebro y seguir siendo el mismo yo? ¿Hay regiones del cerebro superfluas para el yo, o por el contrario es necesario todo el cerebro para formar un yo? ¿El yo se halla repartido por todo el cerebro o está localizado en una región concreta?

En este punto del capítulo vemos que la equivalencia entre yo y mente empieza a volverse algo confusa, confusión que intentaremos aclarar en el capítulo tercero. De momento nos preguntaremos simplemente lo que podría ocurrir al yo y a la mente si cortamos un cerebro en dos partes. ¿Desaparecería el yo? ¿Se crearían dos yoes nuevos? ¿El yo sólo estaría en una de las partes? ¿De cuánta cantidad de materia cerebral podríamos prescindir para mantener a un yo intacto en su cerebro? ¿Al cortar un cerebro en dos se crearían dos mentes a partir de una? ¿Es una locura pensar que se crearían dos medios yoes? ¿Existe algo así como una fracción de yo? Si te parten el cerebro en dos, ¿dónde notas el dolor?[2] Esta vez la ciencia no nos va a sacar de todos nuestros apuros. Ningún científico actual podría afirmar con rotundidad dónde se halla el yo en el cerebro, ni siquiera si está disperso o localizado. No es fácil localizar una función mental específica en el cerebro, sobre todo una tan compleja, filosófica y abstracta como podría ser la yoidad. Las investigaciones sobre la localización de funciones específicas de la mente suelen arrojar resultados diversos. Por ejemplo, sabemos con una buena precisión dónde se halla la función visual en el cerebro, pero no sabemos exactamente dónde se hallan los recuerdos. Según algunos experimentos, los recuerdos incluso se podrían almacenar de forma dispersa por toda la corteza cerebral.[3] Y los problemas no acaban aquí. La división por funciones de las diferentes regiones del cerebro parece variar entre personas, al igual que varía entre personas el color de los ojos y el tamaño de la nariz. Por ejemplo, la gran mayoría de la gente tiene localizada la función del lenguaje en el hemisferio izquierdo, pero otras personas la tienen localizada en el derecho. Y por si fuera poco, muchas funciones involucran la interacción de varias zonas cerebrales diferentes.

El yo partido en dos

 

Lo qué sucede exactamente con el yo cuando se corta un cerebro en dos es un misterio. Sin embargo, algunos experimentos nos pueden proporcionar pistas lo suficientemente reveladoras como para que nos hagamos una idea. Por supuesto, me estoy refiriendo a los experimentos ya clásicos que realizaron Roger Sperry y Michael Gazzaniga. Para esos experimentos se contó con la inestimable colaboración de unas cuantas personas con un cerebro partido en dos, o como diría un neurocientífico, un cerebro escindido. Desde luego, no nos podemos imaginar mejores sujetos experimentales si lo que queremos es saber lo que ocurre cuando partimos un cerebro por la mitad. ¿Pero cómo lograron Sperry y Gazzaniga unos sujetos experimentales tan especiales? Espero que el lector no se piense que cogieron de conejillos de indias a unos pobres diablos y les cortaron el cerebro en dos para ver qué pasaba. Nada más lejos de la realidad. Los sujetos eran todos epilépticos. La epilepsia es una enfermedad que cursa con ataques caracterizados por anomalías eléctricas en el cerebro. Esas anomalías se generan en una zona concreta o foco y se propagan por todo el cerebro. Usando un símil electrónico, la epilepsia sería como una fuerte descarga eléctrica en una parte de una computadora, que por simple conducción eléctrica se propaga a las demás partes y acaba con un colapso generalizado. Una solución drástica pero efectiva para reducir el daño que causan esas descargas podría consistir en cortar algunos cables, impidiendo así que la tormenta se propague por todo el sistema. Exactamente eso fue lo que se hizo con esos pacientes: se les seccionaron algunos nervios para impedir que los ataques epilépticos se propagaran por todo el cerebro. El corte no fue más que un tratamiento médico con el fin de reducir la severidad de los ataques, y Sperry y Gazzaniga simplemente aprovecharon la existencia de esos pacientes.

Antes de narrar los experimentos es conveniente aportar unos cuantos datos sobre anatomía cerebral. Si el lector mira un dibujo del cerebro verá que está formado por dos partes claramente separadas por una brecha longitudinal. Esas partes se llaman hemisferios, distinguiendo entre hemisferio izquierdo y derecho. El hemisferio izquierdo controla la parte derecha del cuerpo y percibe el campo visual derecho, mientras que el hemisferio derecho controla la parte izquierda del cuerpo y percibe el campo visual izquierdo.[4] Los dos hemisferios están conectados entre sí por un denso haz de nervios llamado cuerpo calloso. Para crear un cerebro escindido basta simplemente con cortar ese haz, aislando así un hemisferio del otro. Una vez comprendido esto, pasemos a los experimentos.

En un experimento se mostraron figuras al sujeto en sus dos campos visuales por separado y se le pidió que nombrara las figuras que estaba viendo. El sujeto no tenía dificultad alguna en nombrar las figuras presentadas en el campo visual derecho, pero fue incapaz de nombrar las figuras presentadas al izquierdo.[5] En otro experimento se le ponían objetos en las manos mientras tenía los ojos vendados. El sujeto no tenía dificultad alguna para nombrar los objetos sostenidos por la mano derecha, pero era incapaz de nombrar los de la mano izquierda. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Cómo explicamos ese extraño comportamiento? La respuesta es sencilla pero impactante: al dividir el cerebro en dos partes incomunicadas hemos creado dos mentes diferentes, cada una con habilidades distintas, cada una con conocimientos sobre el mundo diferentes. Considerar que un ser humano pueda poseer dos mentes separadas en un mismo cuerpo es algo asombroso y sorprendente, pero es lo que hemos hecho seccionando el cuerpo calloso. El campo visual derecho y la mano derecha están controlados por el hemisferio izquierdo, que normalmente tiene la capacidad de hablar. El campo visual izquierdo y la mano izquierda están controlados por el hemisferio derecho, que normalmente carece de esa capacidad.[6] El hemisferio derecho sabe lo que ha visto y tocado, pero no es capaz de nombrarlo. Tampoco es capaz de hacer lo que habitualmente haría, que es comunicarse con el hemisferio izquierdo para que hablara por él. ¿Se acuerda el lector de la historia de la pierna amputada, en la que no queríamos concluir precipitadamente que la pierna carecía de yo dado que no tenía boca para responder? Pues ahí lo tiene. El hemisferio derecho es mudo, aunque vea, toque y comprenda. Su yo está presente, pero no puede comunicarse. No obstante, el lector algo avispado probablemente pensará que nos hemos dejado una posibilidad, y es que el hemisferio derecho no pueda nombrar el objeto que ha visto o tocado no porque no sea capaz de hablar, sino porque no pueda ver, tocar, razonar, entender el lenguaje o identificar objetos. No es el caso. Los experimentos mostraron que los sujetos, aun incapaces de nombrar esos objetos, eran capaces de dibujarlos o identificarlos por el tacto —con la mano izquierda, por supuesto—. Así que sabemos que el hemisferio derecho funcionaba, sabía y comprendía. Pero no podía hablar ni comunicarse con su viejo amigo el hemisferio izquierdo.

 

Pasemos a otro experimento, uno de los más emblemáticos que realizaron Sperry y Gazzaniga. Se le presentó al sujeto una imagen de un paisaje nevado al hemisferio derecho y una pata de pollo al hemisferio izquierdo. Posteriormente, se le pidió señalar de entre una serie de tarjetas la que más se relacionara con la imagen que acababa de ver. Como ya podemos suponer, cada mano fue por su cuenta y señaló una tarjeta diferente. La mano derecha señaló un pollo y la mano izquierda una pala —la pala era una respuesta lógica, pues las palas se pueden usar para quitar nieve, y no había ninguna tarjeta que se relacionara mejor con el paisaje nevado—. Hasta aquí todo es similar al experimento anterior. Pero ahora, el experimentador preguntó al sujeto por qué había elegido una pala y un pollo. Recordemos que el hemisferio izquierdo es el único que normalmente puede hablar, por lo que la respuesta del sujeto la produce únicamente ese hemisferio, que ha captado la imagen de la pata de pollo y después ha visto como las manos han señalado las tarjetas correspondientes a la pala y al pollo. Claramente aquí el experimentador está poniendo en un aprieto al pobre hemisferio izquierdo, que no tiene ni idea de por qué la mano izquierda ha elegido la pala, pues no ha visto la imagen del paisaje nevado. ¿Qué sucedió? El sujeto respondió: “Muy fácil. La pata de pollo va con el pollo y la pala es necesaria para limpiar el gallinero.” ¿Qué podemos concluir? Uno podría suponer que el hemisferio izquierdo diría simplemente “no lo sé”. Al fin y al cabo, el hemisferio izquierdo está incomunicado del derecho y no tiene ni idea de por qué la mano izquierda ha señalado la pala. Pero el hemisferio izquierdo no hizo eso. El hemisferio izquierdo elaboró una explicación, lo que llamó mucho la atención de los experimentadores. ¿Por qué elaborar una explicación? ¿Por qué tomarse esa molestia? Quizás la respuesta “no lo sé” sería una declaración demasiado inquietante para el hemisferio izquierdo, algo así como asumir la propia locura. Es lógico pensar que el hemisferio izquierdo prefiera inventarse un motivo antes que admitir que la propia mano se está moviendo por su cuenta. Otra hipótesis interesante consistiría en suponer que el hemisferio izquierdo en un cerebro sano se encarga normalmente de interpretar lo que hace el hemisferio derecho en base a las comunicaciones que recibe por el cuerpo calloso. En caso de ausencia de esas comunicaciones el hemisferio izquierdo seguiría realizando su tarea, sólo que careciendo de la información necesaria para realizar una buena interpretación. Esa era la hipótesis de Gazzaniga, que bautizó al hemisferio izquierdo como “el intérprete”.

 

Pero pocos fenómenos hay tan ilustrativos del cerebro escindido como las delirantes peleas entre manos que ocurren en algunos sujetos. Por ejemplo, en una ocasión se le preguntó a uno de ellos cuantos ataques epilépticos había sufrido tras la operación. Mientras la mano derecha levantaba dos dedos, la izquierda cogía esos mismos dedos y los bajaba. Después de varios intentos y forcejeos entre las dos manos se llegó al extraño punto en que una mano levantaba un número de dedos y la otra otro número diferente.[7] Me pregunto si pudiera ser posible que ambos hemisferios dijeran la verdad, siendo que los ataques epilépticos se padecieron en cada hemisferio por separado.

Y ahora, ha llegado el momento de la gran pregunta: ¿se crean dos yoes al seccionar el cuerpo calloso? Los experimentos de Sperry y Gazzaniga nos dan una y otra vez indicios de que la respuesta es afirmativa. Sin embargo, es interesante notar que jamás se creó una separación tan fuerte entre los dos supuestos yoes como para que alguien escribiera con su mano izquierda: “¡Socorro, me han poseído, escucho lo que digo pero no soy yo el que hablo!” ¿Por qué? No está claro. Quizás el hemisferio derecho está acostumbrado a que el hemisferio izquierdo hable por él, resignándose a tomar un rol secundario y pasivo. O quizás la división no sea tan fuerte, siendo cada uno de los dos hemisferios incapaz de crear un yo entero. ¿Qué hay entonces en un cerebro escindido? ¿Dos medios yoes? ¿Un solo yo dividido? ¿Dos yoes estrechamente vinculados? En una ocasión se le preguntó a un sujeto con el cerebro escindido a qué quería dedicarse en el futuro. El hemisferio izquierdo contestó que quería ser dibujante. ¡Pero el hemisferio derecho tenía otros planes! Su respuesta fue “piloto de carreras”. ¿Es eso un indicio de que los dos yoes de ese sujeto no eran entidades parciales, sino dos yoes completos, con sus propias opiniones y deseos?

 

Los experimentos de Sperry y Gazzaniga suelen producir una gran impresión, y también cierta compasión por los sujetos experimentales. La perspectiva de tener dos mentes en un mismo cerebro no parece algo deseable. ¿Pero seguro que las personas con un cerebro escindido son las únicas que tienen dos mentes en un mismo cerebro? Si alguien piensa que los experimentos de Sperry y Gazzaniga sólo son curiosidades médicas que tratan acerca de unos cerebros anómalos se está perdiendo la idea principal. Los experimentos de Sperry y Gazzaniga tratan acerca de nuestros cerebros, y lo que sugieren es que esas dos mentes también las tenemos nosotros, sólo que cuando los hemisferios están bien comunicados es difícil detectarlas por separado. En esta hipótesis, la sección del cuerpo calloso simplemente revelaría las diferencias entre ambas mentes, no las produciría. ¿Es creíble pensar que en nuestro cerebro coexisten dos yoes, coordinados de tal manera que sólo notemos uno?

Es algo perturbador pensar que en nuestros cerebros sanos podrían existir dos yoes distintos, pero eso no es nada comparado con la vuelta de tuerca devastadora que viene ahora. En este apartado sólo hemos hablado de la división entre hemisferio izquierdo y derecho, la división que mejor aprovecha la separación natural que presenta el cerebro. ¿Pero qué tiene de especial esa división? ¿Por qué no podemos dividir el cerebro por otro lado? Y es entonces cuando caemos en la cuenta de que el fenómeno de los dos yoes se puede repetir indefinidamente. Si cortamos el cerebro en dos mitades por otra parte diferente probablemente también crearíamos dos mentes diferentes con habilidades diferentes. Al incomunicar dos trozos de nuestro cerebro —siempre suponiendo que los dos trozos sean lo suficientemente grandes como para albergar una mente capaz de razonar— es lógico pensar que de alguna manera estaríamos creando dos mentes separadas. ¿Tiene sentido hablar de infinitos yoes en el cerebro, uno para cada posible escisión?

El extraño ser policerebrado

 

El extraño ser policerebrado vive en un lejano planeta y posee un cerebro compuesto a su vez de miles de pequeños cerebros. Esos pequeños cerébrulos son todos idénticos entre sí y capaces por sí solos de generar una mente completa. Se trata pues de un diseño altamente redundante. Podemos imaginarnos el cerebro del ser policerebrado como un parlamento formado por diputados clónicos hablando y decidiendo al unísono, en sincronía militar, indistinguibles unos de otros. En ese parlamento de clones, da igual si hay uno, dos, cien o mil diputados presentes, pues el resultado será el mismo. De igual modo, el ser policerebrado podría usar sólo un cerébrulo al azar y su pensamiento sería el mismo que si los usara todos a la vez. ¿Para qué le sirve entonces al ser policerebrado tener tantos cerébrulos, si con uno le debería bastar? El motivo de este extraño diseño orgánico no es otro que la existencia de unos espantosos parásitos que se alimentan de tejido cerebral. Gracias a ese diseño, las funciones mentales del ser policerebrado pueden seguir intactas aunque su cerebro sea parcialmente consumido por los parásitos, dando tiempo a su sistema inmunitario para combatirlos. Una vez eliminada la infección, el cerebro se regenerará totalmente, regresando a su tamaño natural.

¿Cuántos yoes contiene el ser policerebrado? ¿Es un único individuo o el producto de un colectivo? ¿Y nuestro cerebro, es un único individuo o el producto de un colectivo? ¿Se crearían nuevos yoes al escindir el cerebro del ser policerebrado?

 

Y ahora vamos a añadir una caprichosa y algo retorcida modificación al ser policerebrado. Hagamos que su cerebro esté compuesto por dos tipos de cerébrulos en igual proporción numérica, a los que llamaremos cerébrulos A y cerébrulos B. Los dos tipos de cerébrulos son prácticamente iguales salvo en un pequeño detalle: los cerébrulos A son partidarios del capitalismo y los cerébrulos B son defensores del comunismo. ¿Qué sucederá cuando preguntemos al ser policerebrado por su ideología política? Esta vez el parlamento no hablará al unísono, sino que entonará una canción dividida entre el comunismo y el capitalismo. Es probable que el parlamento de cerébrulos decida entonces optar por una solución intermedia, por ejemplo posicionarse a favor de una economía mixta. Aquí es interesante notar que a pesar de que ninguno de los cerébrulos es partidario de la economía mixta, el conjunto de todos sí lo es. ¿De dónde ha salido ese nuevo yo? Ese misterioso yo intermedio parece provenir de la nada y no estar localizado en ningún sitio, es el resultado de una interacción, un fenómeno colectivo que desaparece en cuanto se dispersa la multitud. ¿Y si nuestro yo fuera un producto de muchos?

Notas

 

[1] Lo ideal sería preguntar directamente al decapitado si sigue vivo y ver hasta cuando deja de responder, pero desgraciadamente una cabeza separada del cuerpo difícilmente será capaz de hablar al no disponer de pulmones con los que expulsar algo de aire. Una mejor opción podría ser el uso de determinados gestos faciales. Se cuenta que Antoine Lavoisier se comprometió por amor a la ciencia a parpadear el mayor tiempo posible después de ser guillotinado, siendo el resultado final de quince parpadeos, aunque según muchos historiadores esa anécdota podría ser falsa. Existen asimismo muchas historias sobre cabezas recién decapitadas que parpadeaban o miraban a los lados.

[2] Curiosamente las lesiones en el cerebro no causan dolor, así que este experimento se tendría que referir al dolor de otros órganos afectados por el corte.

[3] Me refiero al famoso experimento de Karl Lashley. Lashley enseñó a ratas a salir de un laberinto con la intención de localizar después la parte del córtex en la que se hallaba grabado ese recuerdo concreto. Su idea era ir lesionando zonas del córtex hasta que la rata no recordase la salida y se enfrentara al laberinto como si fuese la primera vez. Para frustración de Lashley, las ratas lesionadas seguían recordando la salida del laberinto una y otra vez, así que tuvo que concluir que el recuerdo de ese laberinto no estaba grabado en una zona concreta del córtex.

[4] Esa disposición poco intuitiva es debida a que los nervios se cruzan en algunos puntos.

[5] No es fácil lograr que un estímulo visual sea recibido sólo por un hemisferio, algo esencial para estos experimentos Para ello Sperry y Gazzaniga se valieron de un taquistoscopio, un proyector que presenta imágenes durante un tiempo muy breve.

[6] Ya hemos visto que la lateralización del lenguaje puede diferir entre individuos. De hecho, algunos de los sujetos de los experimentos de Sperry y Gazzaniga tenían hemisferios derechos capaces de hablar, lo que les hacía muy apropiados para determinados experimentos.

[7] Este experimento en concreto no es de Sperry y Gazzaniga, aunque ellos presenciaron peleas entre manos en situaciones parecidas.

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