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3-Encajando el yo dentro de la mente

Esculpiendo el yo

 

Hasta ahora hemos establecido una equivalencia total entre el yo y la mente: la mente es el yo y el yo es la mente. ¿Pero y si el yo fuera una parte concreta de la mente y no toda la mente? Al igual que en el primer capítulo nos planteamos la localización del yo en el cuerpo, en este capítulo nos plantearemos la localización del yo en la mente. Y nuestro punto de partida será definir lo que es una mente. Un punto de partida nada fácil, desde luego.¿Cómo definiría usted lo que es una mente? Ciertamente esa es una gran pregunta que puede originar una larga, interesante y entretenida conversación capaz de amenizar varias tardes seguidas, pero en esta ocasión vamos a ser escuetos y usaremos una definición más práctica que profunda: la mente es lo que el cerebro hace.[14] Es una definición muy amplia, describiendo a la mente como un conjunto de funciones biológicas muy diversas, siendo algunas tan primarias como segregar hormonas y regular los ciclos del sueño. Eso no agradará a todo el mundo, ya que la gente suele identificar la mente con funciones cerebrales mucho más elevadas, como el razonamiento abstracto, la moralidad y los sentimientos, y no con procesos tan básicos como el control del apetito o la frecuencia cardíaca. ¿Pero dónde trazar la línea que separa las funciones simples de las funciones sofisticadas? Esta definición simple nos libra de ese problema.

Usuarios y herramientas

 

En el primer capítulo dimos a entender que una pierna no es parte del yo, sino una herramienta que el yo usa para andar. Desarrollando esa idea, podríamos decir que nuestro yo es como un piloto situado dentro del cráneo que controla desde ahí todo el cuerpo, de la misma manera que un avión es una gran máquina pilotada por un humano situado en su interior. Ese enfoque nos sugiere que podemos dividir nuestro organismo en dos tipos de partes: partes que sirven de herramientas (brazos, piernas, ojos, etc.) y partes que son el usuario de esas herramientas (el yo en el cerebro). Dicho esto, una primera idea para encajar el yo en la mente podría consistir en hacer lo mismo: dividir la mente en partes que sirven de herramientas y partes que son el usuario de esas herramientas. ¿Pero existen herramientas en la mente? ¿Qué forma podría tener una herramienta mental? Pensemos en una calculadora, un artilugio al que preguntamos mediante un teclado “¿17+29?” y nos responde con un número en la pantalla. Y ahora imaginemos que conseguimos implantarnos una calculadora electrónica en nuestro cerebro, convirtiéndonos en un cyborg.[15] Nuestro yo pregunta “¿17+29?” y la calculadora implantada presenta en nuestra conciencia el número 46. Eso sería una herramienta mental, aunque en este caso la herramienta no sería orgánica sino artificial. ¿En qué grado se parece esta descripción a nuestra experiencia cotidiana? Está claro que no usamos nuestro cerebro haciéndole preguntas directas, pero de alguna manera lo usamos y a nadie le suena rara la expresión “usar nuestro cerebro”. ¿No usamos nuestra propia calculadora orgánica cuando realizamos cálculos? Pongamos otro ejemplo: cada vez que recordamos una fecha estamos recurriendo a ciertos procesos mentales capaces de almacenar y recuperar información. ¿Se podría decir que nuestra memoria es una herramienta mental? ¿Somos nuestra memoria o usamos nuestra memoria? Si ya es difícil asumir la división entre el usuario y sus herramientas corporales, la división entre el usuario y sus herramientas mentales lo es aún más, ya que de algún modo nuestro yo tiene una conexión más íntima con nuestra mente que con nuestro cuerpo. ¿Es esa conexión tan íntima como para imposibilitar del todo la división? ¿Qué forma tendría un usuario despojado de sus herramientas corporales y mentales, qué forma tendría un yo desnudo? ¿Podría existir algo así?

El yo de la mente modular y el problema del homúnculo

 

Vamos a intentar visualizar nuestra mente como un conjunto de módulos especializados en una función concreta. Aplicando la metáfora de la computadora, los módulos corresponderían a un segmento de software dedicado a una tarea específica, a una subrutina. Por ejemplo, podría haber un módulo para la memoria, las emociones, el razonamiento espacial, la moral, la musicalidad, la coordinación muscular, el deseo sexual, el lenguaje, etc.[16] Continuando con las ideas del apartado anterior, podríamos hipotetizar que existiría al menos un módulo dedicado al yo, cuya única función sería crear su propia existencia, y varios módulos dedicados a servir al yo a modo de herramientas mentales. ¿Pero podríamos eliminar todos los módulos que funcionen como herramientas y así aislar al yo usuario? ¿De cuántos procesos mentales podría prescindir un yo y seguir siendo un yo? ¿Podríamos imaginarnos un yo sin memoria, sin sentimientos, sin lenguaje, sin instintos, sin deseos, sin capacidad de planificación, sin atención, sin percepción? ¿No sería entonces ese yo en cierto modo muy diferente a nosotros mismos? Esa última pregunta nos llevará a una reflexión muy curiosa, que mostraremos a continuación.

Vamos a suponer que nuestra mente contiene un módulo-yo usuario que es como nosotros mismos. Y si es como nosotros mismos, entonces poseerá una mente como la nuestra. Y si posee una mente como la nuestra, entonces ese módulo-yo usuario poseerá una pequeña mente compuesta de varios pequeños módulos-herramienta y un pequeño módulo-yo usuario, que a su vez poseerá una muy pequeña mente compuesta de varios muy pequeños módulos-herramienta y un muy pequeño módulo-yo usuario, que a su vez... Es fácil caer en la cuenta de que nuestra suposición encierra una problemática regresión al infinito. De hecho, todas las explicaciones sobre la mente que recurren a un yo dentro de la propia mente corren el riesgo de caer en esa regresión. En cierto modo es como explicar la mente basándose en que en esa mente existe una especie de pequeño hombrecillo, que a su vez tiene en su mente un muy pequeño hombrecillo... Se trata de un viejo y famoso problema conocido como problema del homúnculo —“homúnculo” significa literalmente “hombrecillo”—. No es un problema insalvable, pero sí uno digno de tener siempre en cuenta a la hora de establecer una hipótesis sobre el yo. Existen varias maneras de librarse de él, como por ejemplo adaptarse a la existencia de esa cadena infinita, o bien considerar que el homúnculo es lo suficientemente diferente a nosotros como para no contener a su vez otro homúnculo en su mente. Nosotros tomaremos esa última solución. Así que tendremos que afirmar que ese módulo-yo usuario no es exactamente como nosotros. Pero, ¿no es eso absurdo? Nosotros somos un yo... ¿que no es como nosotros? La clave para entender cómo eso puede ser posible está en el apartado “El cerebro y el mundo” del capítulo segundo. En ese apartado sostuvimos que nuestra mente no se puede entender fuera de su entorno, y que el mundo que nos rodea, a pesar de no formar parte de nuestro yo, lo moldea y lo influye. Si aplicamos esa explicación en una mente dividida en módulos, podríamos considerar que los módulos-herramienta forman parte del entorno, y es el módulo-yo usuario el que no se puede entender sin la influencia del mundo que lo rodea. Y en ese caso con más razón, ya que estaríamos hablando de un entorno muy próximo, prácticamente cohesionado al yo. Dicho de otra manera, nuestra memoria o nuestra coordinación muscular serían nuestros acompañantes perpetuos, de la misma manera que nuestras herramientas corporales siempre nos acompañan. Y la clave consiste en entender que si analizamos nuestro yo de manera aislada, ese yo aislado es de alguna manera diferente a nosotros porque nuestro yo habitual jamás está aislado, está relacionándose continuamente con su entorno, que lo moldea y lo influye.

Sensaciones del yo

 

Si bien la distinción entre usuarios y herramientas es una idea interesante para encajar el yo en la mente, ahora vamos a presentar una segunda idea basada en un aspecto diferente. Hemos dicho que la mente es lo que el cerebro hace, una definición algo incómoda, ya que implica considerar que procesos tan poco sofisticados como el control de la frecuencia cardíaca son parte de la mente. Pero aunque eso choque un poco con nuestro uso habitual del término, se trata de una definición que podríamos aceptar, sobre todo entendiendo la gran dificultad que conllevaría establecer una hipotética barrera entre procesos cerebrales mentales y procesos cerebrales no mentales. ¿Pero podríamos aceptar que procesos como el control de la frecuencia cardíaca no sólo fuesen parte de la mente, sino que fueran además parte del yo? Eso ya nos costaría mucho más. No nos sentimos identificados con los procesos cerebrales que controlan nuestra frecuencia cardíaca, apetito o fases del sueño. ¡Ni siquiera nos damos cuenta de cómo y cuándo se realizan esos procesos! Y ahí está la clave: esos procesos no son lo suficientemente conscientes como para considerarlos parte del yo. Vamos a ampliar esta idea con otro ejemplo. ¿Formaría parte del yo el reflejo de poner las manos delante de la cara si vemos que un objeto grande se dirige velozmente hacia nuestra cabeza? En este caso podríamos tener dudas. Por un lado, no hemos controlado el inicio de ese acto, que ha sido automático. Por otro lado, nos sentimos más responsables de ese movimiento que del acto de regular nuestros ritmos de sueño. Un último ejemplo. ¿Formaría parte del yo el acto de escribir un poema? Casi todo el mundo sentiría este acto como parte de su yo, ya que es un acto consciente en gran medida. La conclusión a la que llegamos con todos estos ejemplos es que cuanto mayor sea el grado de conciencia en un proceso, más lo sentiremos como parte de nuestro yo. Así que nuestra segunda idea para encajar el yo en la mente se basa en la distinción entre procesos conscientes y procesos inconscientes, siendo sólo los procesos conscientes los que formen parte del yo.

La conciencia del usuario

 

En este momento tenemos dos ideas diferentes para encajar el yo en la mente. ¿Podríamos relacionarlas entre sí? Pensemos en el ejemplo de la calculadora implantada en nuestro cerebro. Basta con pensar en la expresión “¿17+29?” y la calculadora implantada nos presenta “46” en la conciencia, sin que nosotros tengamos que hacer ningún cálculo. La calculadora implantada es una herramienta mental que nos supone un ahorro de trabajo. Sin su ayuda hubiéramos tenido que efectuar el proceso por nosotros mismos: coger el nueve, sumarle el siete, dividir el resultado por decenas y unidades, etc. Dicho de otro modo, si no hubiéramos recurrido a ella tendríamos que encargarnos de la tarea personalmente y de forma consciente. Cuando usamos la calculadora implantada no somos conscientes del proceso de cálculo que ha hecho la calculadora, pero cuando usamos nuestra propia calculadora orgánica sí que lo somos. Por lo tanto, podemos combinar las dos ideas así: los procesos efectuados por las herramientas mentales son inconscientes mientras que los procesos efectuados por el usuario son conscientes. Así que, después de todo, el ejemplo de la calculadora orgánica era un mal ejemplo de herramienta mental, puesto que la calculadora implantada es inconsciente y la calculadora orgánica es consciente, indicando que es un proceso que efectúa directamente el usuario. ¿O no? ¿Estamos seguros de que somos conscientes de todo el proceso que conlleva efectuar un cálculo mental? No es fácil establecer la línea divisoria entre procesos conscientes y procesos inconscientes. Por ejemplo, pruebe el lector a cantar alguna canción que conozca. ¿Ha sido consciente de todo ese proceso? Para empezar, ese proceso es un conjunto de muchos subprocesos: controlar los músculos para exhalar la cantidad justa de aire, mover los labios, mover la lengua, llevar el ritmo para sincronizar todos esos movimientos, recordar la letra, recordar la melodía, oír nuestro propio canto para monitorizar si estamos entonando bien, etc. Si lo pensamos bien, realmente la mayoría de esos subprocesos son inconscientes, y tan sólo somos conscientes del la parte elevada del proceso global, de la punta del iceberg. Así que distinguir entre procesos conscientes e inconscientes es casi tan difícil como distinguir entre usuarios y herramientas, dando la sensación de que cuanto más cercanos nos hallamos del yo más se entretejen las dos partes implicadas: quizás las fronteras del yo no sean claras, sino difusas.

 

Parece que nuestro intento de compatibilizar las dos ideas no ha ido del todo mal. No obstante, antes de pasar página vamos a revisar la noción de herramienta mental, pues hay aspectos que pueden resultar algo confusos y ahora es un buen momento para aclararlos. El problema es el siguiente: ¿usamos nuestras herramientas mentales voluntariamente? En el ejemplo de la calculadora implantada el control es voluntario: la usamos cuando y como queremos. Sin embargo, una gran mayoría de nuestros procesos mentales inconscientes se inician de forma involuntaria, como los procesos que controlan el ritmo cardíaco. ¿Se puede decir que son herramientas involuntarias? ¿No es algo raro llamar “herramientas” a mecanismos que no decidimos usar? Aquí el problema está en que, como acabamos de ver, las fronteras son difusas. Si bien no controlamos voluntariamente nuestras fases del sueño, sí que controlamos en parte los subprocesos inconscientes que se activan mientras cantamos. Por ejemplo, el proceso encargado de exhalar la cantidad justa de aire sólo se inicia una vez el yo decide empezar a cantar, y no en otro momento. Pero es interesante observar que, a pesar de todo, no controlamos totalmente ese proceso. Si lo controlásemos totalmente sería trivial exhalar más o menos aire cuando quisiéramos, ya que sería sólo cuestión de desearlo. Sin embargo, cuando un angloparlante está aprendiendo a pronunciar el fonema “p” como lo pronunciaría un español —o viceversa—, se da cuenta de que no basta con desearlo. La “p” inglesa y la “p” castellana son dos sonidos parecidos, pero se exhala mucho más aire en la inglesa que en la castellana. Y se necesita cierta práctica para reeducar a nuestros procesos mentales encargados de esa tarea. Esa dificultad es un indicio claro de que esos procesos no son del todo conscientes. Cuanto más inconsciente es un proceso, menos control poseemos sobre él. Y en procesos tan inconscientes como el control del ritmo cardíaco, apenas tenemos control. De esta manera, nuestras herramientas mentales son un conjunto de procesos que muchas veces ni hemos pedido ni podemos controlar. ¿Y quién las ha pedido, entonces? Obviamente, son un producto de la selección natural, que las favoreció por algún motivo. Se podría decir que más que herramientas al servicio del yo son herramientas al servicio de nuestros genes, aunque por suerte lo que favorece a la supervivencia de nuestros genes normalmente también suele favorecernos a nosotros.

La luz en el escenario

 

Entonces ¿dónde está el yo en la mente? En este capítulo hemos destacado dos ideas para encontrarlo: la distinción entre herramientas y usuarios y la distinción entre procesos conscientes e inconscientes. Pero aunque en principio las dos ideas resulten interesantes y en gran medida compatibles entre sí, todo parece sugerir que hay algo mucho más profundo en la idea de la distinción entre procesos conscientes e inconscientes que en la idea de la distinción entre usuarios y herramientas. Sentimos que un yo tiene que ser consciente para ser un yo, con tanta intensidad que si existiera un hipotético usuario inconsciente y una hipotética herramienta consciente, casi sin dudar diríamos que no hay un yo en el primero y sí hay un yo en el segundo. Pronto veremos que la conciencia es un fenómeno realmente especial, tan especial que hará que el escenario en el que nos estamos preguntando qué es un yo súbitamente aparezca iluminado por una luz extraordinaria.

Notas

 

[14] La frase es de Marvin Minksy.

 

[15] Un cyborg es un ser humano cuyo cuerpo contiene partes artificiales, como veremos en el último capítulo de este libro.

 

[16] La hipótesis de los módulos se refiere a la mente, no al cerebro. Así que esta hipótesis no tiene por qué implicar que el cerebro esté dividido en regiones especializadas.

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