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10-El iceberg

Debajo del agua

 

En casi todos los experimentos mentales sobre la mente y la conciencia se analizan los pensamientos propios, a veces con la ingenua presunción de que los pensamientos son entidades evidentes y ostensibles, siendo la introspección un método fácil y sencillo para acceder al contenido de nuestra mente. La realidad es mucho más confusa. Nuestro pensamiento consciente es sólo la punta de un iceberg sustentado por un enorme bloque formado por operaciones mentales inconscientes, invisibles pero esenciales. Es un hecho que inicialmente cuesta aceptar. Todo lo que está en nuestra mente nos parece visible. Pero sólo somos ese pobre ingenuo que se sorprende cuando alguien le dice que en el bosque vecino vuelan polillas por la noche y contesta: “¡Imposible, yo oigo muchos grillos, pero nunca he oído una polilla!” Y es que las polillas son mucho más silenciosas que los grillos. Claro que podemos alegar que la comparación es injusta afirmando que el bosque vecino nos es mucho más ajeno que nuestra propia mente. ¿Cómo puede un yo no percibirse a sí mismo? ¿Cómo podemos ser tan ignorantes sobre nuestra propia mente?

Tenemos un punto ciego en nuestra visión.[64] Eso nos puede resultar sorprendente ya que no vemos ningún círculo negro en ninguna parte, el aspecto con el que uno se imagina un agujero visual. ¿Por qué no vemos ninguna zona negra miremos donde miremos, aunque cerremos un ojo para asegurarnos de que la zona negra no se compensa con la acción del otro ojo? La respuesta está en que nuestra mente está tan ausente en relación a esa zona que ni siquiera ve un agujero. No ve nada. Un agujero es algo, y nuestra mente no ve nada. Imaginemos que cerramos los ojos. Con los ojos cerrados, nuestras neuronas de la retina siguen ahí, percibiendo información, y envían a nuestra mente la información sobre el mundo que están recibiendo: todo está oscuro. Pero cuando no hay neuronas de la retina como en nuestro punto ciego, no hay información que mandar a la mente, y por tanto no percibimos zonas oscuras. Simplemente no percibimos nada, una nada que no es ni siquiera oscuridad. Así que la metáfora correcta de nuestro punto ciego no es una fotografía con una zona negra, sino una fotografía a la que se ha hecho un agujero y después se han empalmado los bordes. Eso explica el por qué cuesta tanto darse cuenta de las zonas oscuras de nuestra mente: porque no son realmente zonas oscuras, sino que son zonas eliminadas sin dejar huecos. No es lo mismo una información sobre una ausencia que una ausencia de información. Por lo tanto, encontrar fenómenos no conscientes en nuestra mente es algo más difícil que encontrar zonas oscuras.

Hay un ejemplo mucho más espectacular que el punto ciego: se trata del enmascaramiento sacádico. Los movimientos sacádicos son esos movimientos muy rápidos que hacen nuestros ojos al explorar una imagen.[65] Durante esos movimientos rápidos lo esperable sería ver una mancha, un barrido visual, como cuando miramos por la ventana a bordo de un coche a gran velocidad o giramos una videocámara sobre su eje. Pero no es así como lo vemos. No vemos un barrido. Durante el breve momento en que nuestro ojo se mueve, no vemos nada. Y al igual que en el ejemplo del punto ciego, tampoco vemos una negrura.[66] Pero lo fascinante es que en este caso no sólo tenemos una laguna espacial. Tenemos también una laguna temporal. No es una fotografía con un agujero al que se le han empalmado los bordes. Es una cinta de vídeo con fotogramas enteros faltantes a la que se le han empalmado los fotogramas existentes. Al parecer, nuestra mente lo interpreta de manera que después de un movimiento sacádico el tiempo parece dilatarse, como si estuviera compensando el hueco temporal durante el barrido. Ese fenómeno se llama cronostasis, y es una muestra de lo silenciosas que son nuestras polillas.[67]

Las pistas de las polillas

 

Cojamos una taza de té y bebamos un sorbo. Y después pensemos en lo que ha realizado nuestra mente. Nuestra mente ha activado decenas de músculos de manera precisa y sincronizada, ajustando la fuerza en cada uno de ellos. Ha coordinado el ojo y la mano de manera que los dedos se cerrasen justo en el asa. Ha recordado lo que suele pesar una taza de té y ha levantado la taza con la fuerza ajustada a ese peso. Ha considerado el comportamiento de un líquido en un recipiente. Esto es una pequeñísima parte de lo que ha hecho nuestra mente. Todo ello lo hemos conseguido sin apenas ser conscientes del proceso. Y si alguien cree que ha hecho todo de manera consciente entonces debería poder responder sin problemas a algunas preguntas: ¿cuántos músculos exactamente hubo que contraer?, ¿a qué altura se inició el giro de la taza hacia la boca?, ¿se movió antes la garganta o la lengua al tragar el té?, ¿cuántas veces se tuvieron que usar pistas visuales para corregir la trayectoria de la taza de la mesa a la boca? Cuando uno ha pensado un poco acerca del proceso de beber una taza de té, entiende mejor lo complicado que es construir un robot que se comporte como un ser humano. Nuestras acciones son más complicadas de lo que parecen debido a que no somos conscientes de buena parte del proceso.

Otro fenómeno de gran complejidad del que apenas nos damos cuenta es el reconocimiento de caras. Podemos distinguir nuestro amigo de nuestro vecino o reconocer a nuestro colega de entre una muchedumbre anónima sólo con fijarnos en su rostro. Es verdad que algunos rasgos faciales nos pueden hacer la tarea muy trivial —este lleva bigote y este no, este lleva gafas y este no, etc.—, pero somos capaces de distinguir dos caras aún cuando no podemos afirmar en qué rasgos difieren. Nuestro vecino y su amigo son muy parecidos, ambos son calvos, no tienen vello facial ni gafas, sus narices son muy parecidas... pero sin embargo podemos distinguirlos de un vistazo. Está claro que nuestra mente analiza datos en los que aparentemente no reparamos, como la distancia entre los ojos, la forma de la cabeza, la distancia entre la nariz y la boca, etc. Esto explicaría el motivo por el cuál nos resulta tan complicado distinguir caras de personas de otras latitudes: de alguna manera, el entrenamiento inconsciente que nuestra mente ha recibido con patrones conocidos se trastoca cuando los patrones faciales se alteran levemente. Adicionalmente, hay personas que padecen un déficit específico para reconocer caras, la prosopagnosia, lo que sugiere que existe una zona en el cerebro dedicada a esa tarea en particular, otro dato revelador de que el proceso es más complejo de lo que se nos muestra en la conciencia. Las caras son un elemento visual tan importante para nuestro cerebro que en presencia de ruido visual o de manchas amorfas podemos ver caras donde no las hay, fenómeno conocido como pareidolia facial —por ejemplo ver caras en nubes—. No es difícil entender por qué. Desde hace miles de años por lo menos, la capacidad de reconocer si esa persona que se acerca es amiga o enemiga o si su rostro es hostil o amistoso es lo que puede determinar si nuestros genes se dispersarán o bien se quedarán en una tumba para siempre, así que es importante poder reconocer bien una cara.

¿Cuántas veces hacemos montones de cosas a la vez sin reparar apenas en ellas? Imaginemos que discutimos fuertemente con nuestra pareja: en diez segundos lanzamos tres frases llenas de reproches mientras estamos pendientes de las expresiones faciales del otro para ver como son recibidas. Tres frases sintácticamente correctas, veinte palabras recuperadas de nuestro diccionario mental destinadas a persuadir a nuestra pareja de que la culpa de lo que pasa no es nuestra sino de ella. Si tuviéramos que realizar todo esto de manera plenamente consciente, quedaríamos reducidos a un balbuceante bebé.

Podemos asombrarnos con el funcionamiento de nuestra memoria. ¿Cuántos datos tenemos almacenados en ella? Un librero que no tenga computadoras a mano necesita rebuscar pesadamente entre papeles y archivos para encontrar un libro entre miles si no recuerda dónde está. Nuestra memoria puede hacer eso en menos de un segundo manejando cantidades bastante más grandes, sin ser nosotros apenas conscientes de esa búsqueda. Simplemente, los recuerdos se nos aparecen por obra y gracia de los procesos inconscientes de nuestra mente.

Los periodistas del cerebro

 

Hay una buena razón para que una gran parte del procesado que realiza nuestro cerebro sea inconsciente, y es que esa inmensidad de procesos saturarían nuestra mente consciente, un tema que ya tratamos en el apartado “Una descripción de la atención” del capítulo cuarto. En una ingeniosa metáfora de David Eagleman que me tomo la licencia de modificar un poco, el cerebro sería una ciudad por la que suceden muchísimos acontecimientos. A nosotros nos interesa saber qué está pasando en la ciudad, pero por un lado es demasiada información, y por el otro la mayoría de la información es irrelevante. Para solucionar ese problema existe un conjunto de periodistas que se dedica a investigar los asuntos que creen relevantes y redactar las noticias en la primera plana del periódico. El conjunto de periodistas es la manera que tenemos para enterarnos de lo que pasa en cada momento por nuestras cabezas, y el conjunto de noticias constituye nuestra mente consciente. —Es interesante notar que el conjunto de periodistas es a menudo manipulador, mentiroso, censor, estúpido o poco fiable, como cuando nos hace ver caras en nubes o cuando dilata la percepción del tiempo después de un movimiento sacádico.— Pero los periodistas no van por libre, están regulados por sus jefes, los procesos atencionales. Ellos se preocupan de que las noticias no sean demasiadas, ajustándolas al tamaño de la primera plana. También deciden sobre el tamaño de las letras de cada noticia. Si la noticia es suficientemente importante tendrá unos titulares enormes, reduciendo el espacio destinado a otras noticias, que quedarán eclipsadas por la noticia principal.

En este interesante modelo, el yo consciente parece ser un fenómeno confinado entre márgenes estrechos, pasivo, mínimo. Toda la actividad importante de nuestro cerebro la harían nuestros procesos mentales inconscientes, y el yo consciente simplemente sería el lector pasivo de los titulares que los periodistas han recopilado. Por ejemplo, el yo simplemente se limitaría a leer: “Estoy alegre. Oigo botellas descorchándose. Una mujer me sonríe. La langosta en mi boca sabe bien. Me siento borracho. Acabo de concluir que la inversión en slinkies fue una buena idea. Decido besar a la chica. Estoy besando a la chica.”[68] Incluso podríamos ser aún más perversos y decidir que lo que está pasando es: “Mi cerebro me informa de que está alegre. Mi cerebro me informa de que está oyendo botellas descorchándose. Mi cerebro me informa de que está borracho. Mi cerebro me informa de que ha concluido que la inversión en slinkies fue una buena idea. Mi cerebro me informa de que ha decidido besar a la chica. Mi cerebro me informa de que estoy besando a la chica.” ¡Qué terrible sentirse un mero espectador pasivo de nuestra propia realidad! ¿Pero somos realmente tan irrelevantes en relación a nuestra propia conducta? ¿Somos un ente que simplemente siente y experimenta, sin tomar decisiones? Nosotros tenemos ciertamente la percepción de ser los únicos actores de nuestra mente, el sujeto que toma las decisiones. ¿Pero es así? Realmente, todas nuestras decisiones conscientes están fundamentadas en un gran bloque invisible de procesos inconscientes. Un pensamiento consciente sólo es una pequeña e insignificante fracción del complicado proceso computacional que ha realizado nuestro cerebro para producirlo, al igual que las imágenes de un videojuego son sólo la parte visible del enorme y sofisticado sistema computacional que hay debajo. Abordaremos este tema en el capítulo siguiente.

El piloto automático

 

Los periodistas y sus jefes son los encargados de tomar una importante decisión, la de determinar qué parte del proceso mental se hace consciente. La parte a la que le sea concedida ese privilegio será la que reciba la mayor parte de nuestros recursos mentales. La punta del iceberg es pequeña, pero consume mucha energía. El resto se pondrá en un modo más ahorrador, el modo de piloto automático.

Un ejemplo típico de piloto automático es aprender a montar en bicicleta. Al principio será una tarea que requerirá de toda nuestra atención y por lo tanto de muchos recursos mentales conscientes, pero poco a poco empezaremos a acostumbrarnos a la técnica, con el resultado de que más y más procesos pasarán de conscientes a inconscientes. Eso nos permitirá liberar muchos recursos mentales y así poder centrar nuestra atención a otros asuntos, como por ejemplo estar más pendiente del grupo de chicas que miran nuestras musculosas pantorrillas de ciclista. En este punto corremos el riesgo de que un peatón se cruce por nuestro camino y choquemos contra él. Nos disculpamos enseguida diciéndole que nos hemos distraído, que es una manera de decir que los jefes de los periodistas que tenemos en nuestra mente han cometido el error de aumentar demasiado el tamaño de las letras correspondientes a una noticia que no era realmente tan importante, eclipsando a otras que resultaron serlo mucho más.

Nuestra mente sólo puede admitir unos cuantos procesos conscientes simultáneos. Por otra parte, numerosos procesos mentales son susceptibles de ser puestos en el modo de piloto automático. La suma de esos dos factores hace que nuestro cerebro sea una máquina de automatizar tareas. Cualquier tarea susceptible de ser automatizada se aprenderá y pasará al modo de piloto automático. Sólo las tareas que sean novedosas y lo suficientemente complejas serán las que no se puedan poner en ese modo automático y por tanto necesitarán pertenecer a la punta del iceberg, la que va a acaparar más recursos mentales y espacio en la primera plana de nuestras mentes. A raíz de ese hecho, uno podría pensar que nuestro modo automático es un modo inferior, de segunda clase, que permite ahorrar pero a cambio de limitar la eficacia. No necesariamente. Paradójicamente, ciertas tareas se realizan mucho mejor en modo automático que en modo consciente. ¿Ha probado el lector a bajar unas escaleras siendo consciente de dónde están sus pies en cada momento y de los movimientos a realizar? Mejor no lo intente, pues puede acabar en el hospital. Nuestro piloto automático es muy poco eficiente para ciertas tareas, pero es muy eficiente para otras. Jamás podríamos tocar el piano sin él.

El Problema Duro y el inconsciente

 

El Problema Duro es un problema que parece estar lleno de misterio y opacidad: sensaciones que no podemos expresar con palabras, experiencias que sentimos pero no podemos comprender, etc. Es muy tentador elaborar la hipótesis de que esa opacidad es debida a la existencia nuestro inconsciente. ¿Será ese el motivo de que se nos resista tanto el Problema Duro? ¿Estará la respuesta en la parte de nuestra mente que no podemos ver? El inconsciente hace que nuestras sensaciones puedan ser enigmáticas: mirando el cuadro Ansiedad de Munch es fácil sentir cierta inquietud, como su propio título sugiere. ¿Por qué? No lo sabemos exactamente. Simplemente la sentimos. ¿Será la perspectiva forzada, los colores extraños del cielo, las figuras inquietantes que nos miran? ¿Será que el dibujo activa en nosotros confusos recuerdos, quizá los recuerdos de una pesadilla? Aún más extraño me resulta explicar la sensación de miedo que uno tiene al escuchar ciertos fragmentos de la pieza El sueño de Jacob del compositor polaco Penderecki, famosa por haber sonado en la película El resplandor de Stanley Kubrick. ¿Cómo puede una pieza musical transmitir miedo? ¿Será cosa de la melodía, de los instrumentos, de las disonancias? El miedo es consciente, pero las razones de por qué lo sentimos no siempre lo son. La impresión es que el mecanismo que crea las emociones sólo desvela el resultado final, ocultando la mayor parte del proceso. Y no es extraño que sea así, puesto que la selección natural favoreció a los organismos que sentían miedo, no a los organismos que conocían las razones de su miedo. Además, el piloto automático es rápido, y los procesos conscientes no. Si tenemos que analizar por qué nos debería dar miedo la serpiente, quizás acabemos con una mordedura en la mano.[69] ¿Podría ser la conciencia algo similar, un proceso en gran parte inconsciente del que sólo conocemos el resultado final, un fenómeno que no podemos entender porque no vemos los cimientos sobre los que se sustenta?

Si el fenómeno de la conciencia está relacionado con el inconsciente, quizás sería interesante diseñar un software que tuviera una característica similar. Imaginemos que escribimos una inteligencia artificial diseñada de tal manera que ejecute varios procesos computacionales ocultos a la propia inteligencia artificial, pero que repercutan en otros procesos a los que tenga acceso directo. Ese curioso rasgo de diseño probablemente haría que la inteligencia artificial pareciese más humana. Nosotros los humanos tenemos continuamente sensaciones de inquietud o felicidad sin motivo claro, recuerdos súbitos sin tener relación aparente con lo que estamos haciendo o intuiciones que no sabemos de dónde vienen.[70] Esas características son tan propias de la inteligencia humana que si un software dedicado a jugar a go nos dijera en relación a un movimiento concreto de la partida “no sé muy bien por qué he jugado el hane en b18, simplemente me parecía que era una buena jugada” creeríamos que es una frase fija que el programador ha introducido a propósito para que la interfaz sea más cálida. Así que quizás una IA con procesos computacionales ocultos podría tener unas características más humanas. ¿Pero la presencia de ese “inconsciente computacional” haría a ese software tan humano como para ser consciente? No tiene mucho sentido. Si bien es cierto que la existencia del inconsciente dificulta nuestra capacidad de introspección y complica la comprensión de nuestros procesos mentales, no parece que sea ni la causa del Problema Duro ni la clave para su solución.

Notas

 

[64] El punto ciego está formado por axones de neuronas en la retina que en lugar de salir del globo ocular se introducen en él, teniendo luego que salir por un agujero. Una prueba más de que el ser humano no es fruto de un diseñador inteligente, pues el punto ciego se hubiera evitado fácilmente invirtiendo la posición de los fotorreceptores.

 

[65] La mayor parte de los movimientos voluntarios del ojo son movimientos sacádicos. Si el lector desea observar otra clase de movimiento, puede probar a seguir un dedo con la mirada. Se trata de un movimiento de seguimiento, mucho más suave y homogéneo. ¿Sería capaz el lector de volverlo a hacer, esta vez sin usar el dedo? Es muy difícil producir un movimiento ocular de seguimiento sin un estímulo al que seguir.

 

[66] En realidad el ejemplo es más interesante y complejo que el del punto ciego. Mientras que en el punto ciego no hay estímulos provenientes de neuronas fotorreceptoras, en el enmascaramiento sacádico nuestros ojos sí envían estímulos a nuestros cerebros. Así que el enmascaramiento sacádico es más una visión ciega que una falta de visión.

 

[67] Al lector le puede resultar interesante la experiencia de verse en el espejo mientras mueve su mirada de un ojo reflejado a otro, intentando ver a sus ojos moverse. Otra interesante experiencia consiste en hacer un movimiento sacádico muy amplio, de una punta a otra del campo visual, intentando percibir el barrido visual. Para experimentar con la cronostasis, lo mejor es hacer un largo movimiento sacádico hacia un reloj digital que muestre los segundos, y hacer varios intentos.

 

[68] Como se puede ver, los titulares en el fondo son qualia —en base a nuestras últimas hipótesis, todo pensamiento consciente lo es—. ¿Significa esto que sentimos cosas o que simplemente nuestro cerebro nos informa de que estamos sintiendo cosas, sin sentirlas realmente? Parece claro que sentimos cosas realmente, ya que de lo contrario no habría conciencia, ni yo, ni Problema Duro. Los titulares y el sistema de periodistas simplemente son una metáfora de los procesos atencionales que regulan cuántos símbolos —y por tanto, cuántos qualia— acceden a la conciencia y con qué intensidad.

 

[69] De hecho, sabemos que ciertas reacciones son tan rápidas que ni siquiera pasan por el cerebro. Cuando nos quemamos la mano y la retiramos rápidamente del fuego, el responsable de ese acto es nada más y nada menos que nuestra médula espinal, y sólo a posteriori procesamos el hecho en nuestro cerebro y nos damos cuenta de lo que ha pasado. En el caso de las emociones, el responsable de casi todo es el sistema límbico, una estructura en el cerebro más sofisticada que nuestra médula espinal pero menos que nuestra corteza cerebral.

 

[70] La mayor parte de nuestras intuiciones se componen de asociaciones aprendidas entre estímulos y emociones. Imaginemos que alguien es atacado violentamente por una banda de ladrones vestidos de blanco. A partir de ese momento, es posible que esa persona sienta una reacción emocional cada vez que vea un grupo de gente vestida de blanco caminando hacia ella, incluso aunque no sea consciente de la asociación. Es una asociación emocional y no racional. Es lógico que el cerebro funcione así: es muy adaptativo que un organismo sienta malestar y ganas de huir ante un determinado conjunto de factores que resultaron ir aparejados a un suceso peligroso en el pasado. Del mismo modo, uno puede tener la intuición de que una determinada decisión es buena porque en el pasado decisiones similares provocaron emociones positivas. De esta manera, las asociaciones aprendidas entre estímulos y emociones guían nuestras decisiones y modulan nuestro comportamiento, aunque muchas veces no seamos conscientes de los hechos que provocaron esas asociaciones.

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