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8-El espíritu en las fibras nerviosas

El yo del ratón

 

Podemos ver el capítulo anterior como una progresión: de una humilde máquina de Turing surgió una red neuronal artificial que aprendió a dominar el lenguaje, ese dominio le permitió comprender conceptos, gracias a esa facultad comprendió el concepto del yo y finalmente adquirió conciencia. Después de ese ascenso intelectual meteórico casi podemos imaginarnos a Skynet proclamando cogito ergo sum y aplastando con su metálico pie a los necios, inferiores y estúpidos humanos. Como en un argumento típico de ciencia-ficción, una inteligencia artificial llega a ser tan brillante que alcanza la conciencia casi como si fuera una conclusión lógica, una conquista de la racionalidad. Pero a mí ese planteamiento me resulta sospechoso. Es casi seguro que los bebés humanos y los chimpancés son conscientes, y nunca he oído a ninguno de ellos hablar en latín. Parece que la conciencia no necesita una inteligencia elevada para surgir. Incluso es posible que un simple ratón sea consciente. Cuando uno mira a los ojos de un ratón es fácil tener la impresión de que hay una pequeña conciencia ahí. Es cierto que yo no puedo asegurar que un ratón sea consciente, así como no puedo asegurar la presencia de conciencia en ningún ser vivo que no sea yo mismo. Pero esa impresión de que incluso los mamíferos más simples son conscientes parece compartida por mucha gente, incluso por Hofstadter.[42] Un ratón no sabe lo que significa cogito ergo sum, está muy lejos de tener una mente brillante, no posee lenguaje, no creo que tenga concepto de sí mismo y dudo de si llega a comprender muchas cosas. ¿Pero podría ser, pese a todo, consciente? ¿Es necesario llegar tan lejos como en el capítulo anterior para lograr el surgimiento de la conciencia? La última parte del capítulo anterior se fundamentaba en la idea de que la comprensión es una capacidad relevante para la aparición de la conciencia. ¿Pero y si no fuera necesario comprender para ser consciente? ¿Y si un ratón es consciente sin entender nada? Nos podemos imaginar a expertos en un laboratorio devanándose los sesos intentando crear una supercomputadora consciente, imaginando una IA capaz de calcular millones de operaciones por segundo. En ese momento, desde una de las jaulas un ratón les mira, y uno de ellos se pregunta si esa simple mirada será en realidad una humillante carcajada de la naturaleza, que les muestra burlonamente su capacidad de crear conciencia con una pasmosa facilidad.

El problema de la conciencia no es sólo una historia de computadoras, sino una historia de genes, evolución, seres vivos y cerebros. En este capítulo intentaremos compensar el déficit en biología del capítulo anterior, planteándonos qué implica ser un yo vivo en un mundo sometido a la selección natural, y cómo eso puede condicionar nuestros intentos de solucionar el Problema Duro.

Conciencia animal

 

No conocemos ningún test que nos indique la presencia de conciencia, y por ese motivo no podemos saber si nuestro ratón de laboratorio de mirada simple es consciente. No obstante, somos libres de formular conjeturas al respecto. Para empezar, con casi total seguridad podemos afirmar que no son conscientes los seres vivos que carecen de sistema nervioso como los organismos unicelulares, los hongos, las algas, las plantas y algunos animales como las esponjas. Y es muy probable que los animales de sistema nervioso más simple, como el gusano Caenorhabditis elegans —cuyo sistema nervioso de 302 neuronas es uno de los más estudiados[43]— o las medusas tampoco sean conscientes, ya que su sistema nervioso no parece ser lo suficientemente complejo para ello. En el otro lado del espectro, es bastante seguro que los animales con un sistema nervioso muy parecido al nuestro como los chimpancés, los orangutanes y los gorilas poseen conciencia.[44] A partir de este punto la certeza es menor, y lo que nos queda es especular en función de la inteligencia. Por ejemplo, los mamíferos más inteligentes como los elefantes y los cetáceos es muy probable que tengan conciencia. También es probable que la tengan mamíferos algo menos inteligentes como perros, gatos y osos, incluso algunas aves especialmente inteligentes como los cuervos, los loros y las urracas. ¿Tendrán conciencia algunos moluscos notablemente inteligentes como los pulpos y las sepias? ¿Y los insectos eusociales como las hormigas o las abejas? ¿Tiene sentido preguntarse cómo sería ser una abeja? Nadie lo sabe.

¿Y qué hay de nuestra propia especie, el Homo sapiens? La existencia de la propia conciencia es algo de lo que podemos estar seguros, así que si el lector es humano estará de acuerdo conmigo en que el Homo sapiens es consciente.[45] Eso sí, en todo este apartado hemos dado por supuesto que nos referíamos a ejemplares adultos como representación de la especie analizada. En ejemplares muy jóvenes, la cosa se complica. ¿Existe conciencia en un bebé humano de tres semanas? ¿Existe conciencia en un recién nacido? ¿Existe conciencia en un feto que aún se halla en el vientre materno? ¿En qué momento aparece la conciencia en el ser humano? Aquí se nos presenta una oportunidad que no hemos tenido con las demás especies, la de intentar extraer conclusiones en base a nuestras experiencias pasadas. ¿Recuerda el lector la primera vez que sintió una experiencia? ¿Qué edad tenía? ¿Podría ser que aún estuviera en el vientre materno? Si tiene problemas para acordarse, no es el único. Los recuerdos de mis primeros años de vida son extremadamente borrosos y confusos, así que parece que la oportunidad no era tan buena como aparentaba ser. Incluso aunque yo tuviera una memoria excelente y afirmara que mi primer momento consciente fuese a los tres años de edad, eso no prueba que mi conciencia apareciera a los tres años. Pudiera ser que mi cerebro de recién nacido fuese consciente pero no estuviera preparado para almacenar recuerdos, por ejemplo.

Es interesante notar que establecer una clasificación en base al grado de conciencia —si es que la conciencia es algo que puede ir en grados— no sólo tiene un interés científico. También tiene un interés ético, legal y económico. Un animal con conciencia es un animal que puede sentir dolor y sufrir. Por el contrario, un animal sin conciencia se podría manipular con la misma tranquilidad con la que uno recoge setas. Eso implica que una clasificación así tiene el potencial de determinar qué animales merecen ser protegidos por leyes contra el maltrato animal, repercutiendo en las condiciones que existen en las granjas, en los zoológicos o en los laboratorios. Y aunque no lo recojan las leyes, muchas personas deciden por su cuenta dejar de comer ciertos animales en función de esa clasificación, porque sienten que no es ético arrebatar la conciencia de un pequeño animal. Y en cuanto a los animales humanos, el grado de conciencia que puede presentar el feto durante la gestación es un factor importante en la legislación sobre el aborto.

Por último, es curioso ver que a pesar de que nadie puede saber a ciencia cierta si los animales tienen conciencia, eso no impide que muchas personas tengan sentimientos bastante fuertes sobre este tema. Es complicado encontrar a una persona que tenga un gato o un perro en casa y que piense que su mascota no posee conciencia, es decir, que su querido Toby no es más que un bonito caparazón peludo sin ningún tipo de sentimientos en el interior. Esa es una imagen ciertamente perturbadora para cualquier persona que esté muy unida a su perro, probablemente convencida de que su mascota es un yo. ¿Intuiciones certeras o convenientes autoengaños? Como ya hemos dicho, no lo podemos saber. Ni siquiera podemos tener la certeza de que la persona que está a nuestro lado es consciente. Sólo tenemos la certeza de que nosotros mismos somos conscientes.[46] A pesar de ello, es realmente raro encontrar a alguien que viva con la creencia de que es la única conciencia existente en el universo. La mayoría de personas creen que todos los humanos tienen conciencia, incluso haciéndolo extensible a los perros y los gatos. ¿Pero de dónde salen esas intuiciones? Se pueden argumentar varios motivos. Por un lado, vemos que el mundo está lleno de humanos similares a nosotros y no parece muy verosímil que seamos los únicos con conciencia.[47] Por otro, percibimos que el comportamiento que muestran los demás es indicador de un mundo interior. Cuando observamos a un ser humano hablar y moverse, nos reconocemos en sus acciones. Ese chico de ahí se rasca el codo como lo haríamos nosotros estando en la misma situación que él. Anda lentamente y cabizbajo como lo haríamos nosotros cuando estamos tristes. Se relame ante un pastel. Mira hacia arriba si en el ascensor hay mucha gente. Está tenso en la sala de espera del dentista. Bosteza mientras espera el autobús. Y eso no sólo pasa cuando observamos a humanos. Los perros se relamen, se rascan y bostezan, y podemos saber perfectamente por sus comportamientos cuando están alegres, tristes o nerviosos. Pero por desgracia eso son sólo indicios, no pruebas. Es posible que nuestro vecino que se rasca y se relame sea sólo un robot bien diseñado para engañarnos. Y que nuestro perro simplemente sea un producto de la evolución diseñado para rascarse y relamerse, comportamientos que no necesitan a la conciencia como explicación, pues ambos son comportamientos evolutivos lógicos: nos rascamos para eliminar parásitos o suciedad en la piel y nos relamemos como consecuencia de un aumento en la cantidad de saliva destinado a facilitar la deglución. Es más, esa empatía natural, esa capacidad para leer el lenguaje no verbal, reconocerse en los demás y sentir que sabemos lo que piensa un tercero sin esfuerzo probablemente sea un instinto, no una habilidad aprendida.[48] Una capacidad que nos vino dada desde el nacimiento, muy útil para unos animales tan gregarios como los humanos.[49] Fácilmente intuimos lo que pasa por la cabeza de otra persona, y gracias a esa habilidad por ejemplo podemos detectar si nos es hostil o amistoso, o si le hemos enfadado por algún motivo, o si dice la verdad o nos está engañando. Que tengamos ese instinto probablemente implique que tenemos una tendencia a atribuir mentes a cualquier ente con el que nos podamos identificar, lo cual nos sugiere que nuestro juicio sobre la presencia de conciencia no es lo suficientemente imparcial. No es complicado ver indicios de esa tendencia a atribuir mentes. Vemos caras por todos lados —en nubes, en sombras—, caras que incluso nos hacen reaccionar emocionalmente, y hasta un dibujo animado en la televisión nos convence momentáneamente de que ese osito está vivo y nos sonríe. Podemos sentirnos tentados de pensar que el cielo se enfada cuando caen rayos y truenos, o tentados de gritar y pegar a nuestro televisor cuando no capta bien la emisión. ¿Es posible que ese instinto sea lo que nos induce a creer que los perros y los ratones son conscientes? También eso puede explicar el por qué nos cuesta menos atribuir conciencia a animales humanoides como osos, monos o perros que a animales menos similares a nosotros como serpientes, peces, gusanos o abejas. Claro que ahí se mezcla otro asunto, y es que los animales que más se parecen a los humanos también suelen ser los animales con los cerebros más complejos.

Escalas de conciencia

 

En el apartado anterior ha surgido un par de veces la expresión “grado de conciencia”, y eso merece una explicación. ¿La conciencia es algo que puede ir en grados? A lo largo de este libro hemos dicho que la conciencia es el estado de sentir, independientemente de la sensación experimentada o de la intensidad de la sensación. Hemos considerado que si un ser experimenta algún tipo de sensación entonces es un ser consciente, dando igual si esa sensación es un simple color o una honda tristeza nihilista provocada por el sinsentido de la vida. En ambos casos se nos presenta el Problema Duro, y las implicaciones son las mismas. Desde el momento en que un ser siente experiencias subjetivas es un ser consciente, un yo. No parece tener sentido afirmar que una abeja es consciente a medias sólo porque su capacidad intelectual sea muy escasa. Si siente, entonces es consciente.

No obstante, es frecuente oír hablar de la conciencia como si fuese un fenómeno cuantitativo, y la gente puede decir cosas como “soy muy consciente de lo que eso implica” o “el paciente está en un estado de mínima conciencia”. El problema aquí está en el propio lenguaje, que tiende a ser ambiguo e impreciso. La palabra “conciencia” en diferentes contextos puede referirse a la atención, al conocimiento, al grado de alerta, etc. Por ejemplo, en la primera frase se refiere al conocimiento, mientras que en la segunda se refiere al nivel de respuesta a los estímulos del entorno, entre otras cosas. Es un problema que la palabra “conciencia” tenga tantas connotaciones y usos. De todas formas, eso no significa que la conciencia como fenómeno cuantitativo sea sólo un fruto de la imprecisión del lenguaje. Muchos teóricos sobre la conciencia creen realmente que la conciencia es un fenómeno cuantitativo, y no es raro que junto a sus hipótesis expongan su particular escala de grados de conciencia. Así, hablan de conciencias más básicas y conciencias más complejas, por ejemplo afirmando que la conciencia de un loro tiene un nivel más bajo que la de un humano.

A mí personalmente esas hipótesis no me convencen, y opino que la conciencia es un fenómeno cualitativo. Para mí, la conciencia es como la visión. Todos los animales con ojos poseen visión, y no tiene sentido hablar de animales con media visión o un cuarto de visión. O se tiene la capacidad de percibir la luz o no se tiene. Es cierto que habrá animales que tengan unos ojos más simples que otros, pero yo no llamaría a eso niveles de visión. Simplemente cada animal ha desarrollado unos ojos adaptados a sus necesidades y a su entorno, y no se puede decir que unos sean mejores que otros.

La conciencia mínima

 

Simplificar las cosas siempre suele ser una buena idea para comprender como funciona el mundo. Así que si queremos encontrar una explicación al problema de la conciencia, lo más lógico y científico es observar la conciencia en su forma más simple, en su mínima expresión, dejando de lado todos los aspectos superfluos que puedan complicar la investigación. ¿Pero cómo es una conciencia en su forma más simple, una conciencia mínima? No nos estamos refiriendo a una conciencia en un grado pequeño —ya hemos visto en el apartado anterior que la conciencia no parece ser un fenómeno cuantitativo—, sino a una conciencia simple de estudiar. Nos referimos al animal consciente cuyo cerebro tenga la estructura más sencilla posible. Parece mucho más prometedor investigar la conciencia en un cerebro sencillo que en el complejo y laberíntico cerebro humano. ¿Pero cuál podría ser ese animal? En el principio de este capítulo he insinuado que podría ser el ratón, pero ahora vamos a ir un poco más allá. ¿Una abeja? Imaginemos una abeja inconsciente, moviéndose por el mundo sin experimentar un solo quale. Podríamos considerar a esa abeja como un robot biológico, un organismo que reacciona a los estímulos sin sentir nada en absoluto. Pero si esa abeja pudiera sentir algo —por muy simple que fuera ese algo— ya sería un ser consciente. Imaginemos que las abejas pudieran sentir dolor, a pesar de tener una mente muy simple y limitada. Nada de razonamientos profundos, melancolía o alegría. Nada de lenguaje ni comprensión. Nada de deducir consecuencias a partir de actos. Nada de previsiones de futuro. Nada de recuerdos del pasado. Simplemente la capacidad de sentir dolor. ¿Existe una conciencia tan elemental? ¿Podría ser así la mente de una abeja?

La idea de una conciencia mínima parece muy sugerente, y nos podemos plantear si hay un equivalente en la metáfora de la computadora. Un buen candidato podría ser quizás el software capaz de producir conciencia más corto posible. ¿Qué tamaño tendría ese software? ¿Kilobytes? ¿Terabytes? ¿Petabytes? ¿Exabytes? También nos podemos plantear si ese software tendría la capacidad del lenguaje y la comprensión, o si por el contrario podría ser un software incapaz de comprender nada, o incluso incapaz de razonar de una manera mínimamente sofisticada.

Antes de cerrar este apartado, me gustaría dejar claro que la idea de la conciencia mínima no guarda relación con los estados de conciencia alterados que se pueden lograr con ciertas técnicas de meditación, por ejemplo dejando la mente en blanco. Primero, porque dejar la mente totalmente en blanco es muy difícil, seguramente imposible. Y segundo, porque aunque fuera posible hacerlo, en esa mente en blanco seguirían ocurriendo procesos mentales inconscientes de cierta complejidad. No digo que no sea una idea interesante, el ejercicio de poner la mente en blanco y preguntarse si ese estado mental podría ser parecido a experimentar lo que se siente siendo una abeja, pero parece bastante claro que la aproximación, si es que se da, tiene que ser muy lejana. La maquinaria de nuestro cerebro nunca se para del todo, y aún en estados muy tranquilos es inmensamente más compleja que la que pueda tener un insecto.

La aparición de la conciencia

 

La mayoría de los atardeceres de nuestro planeta sucedieron sin que nadie los disfrutara. La acción de disfrutar sólo puede ser realizada un ser consciente, y ese ser tardó muchos millones de años en aparecer. Primero, tuvo que aparecer la vida. Después, el cerebro. Y finalmente, la conciencia. Desde ese momento nuestro mundo dejó de ser un lugar solitario, y los atardeceres pudieron empezar a provocar sensaciones. Habría muchas cosas que contar de ese largo camino, pero nosotros nos vamos a centrar en el último lapso, el que transcurrió desde la aparición del primer cerebro hasta la aparición de la primera conciencia.

 

Podemos suponer que ese primer cerebro debió de ser bastante simple, sin capacidad para generar experiencias conscientes. Con el paso del tiempo, la evolución produciría cerebros más complejos, y eso abriría la puerta a la aparición de la conciencia. En todo caso, los cerebros conscientes debieron evolucionar a partir de cerebros no conscientes, ya que no parece probable que el primer cerebro fuese consciente. Pero, ¿qué causó la aparición de la conciencia? ¿Si fue la selección natural, por qué motivo un cerebro consciente tendría que ser más apto que un cerebro no consciente? Se diría que poseer conciencia no tiene ninguna utilidad de cara a la supervivencia. Más bien da la impresión de ser un rasgo que sólo afecta a nuestro mundo interior y no a nuestro comportamiento, teniendo un humano zombi las mismas probabilidades de perpetuar sus genes que un ser humano consciente. Claro que es posible que no hayamos entendido bien el fenómeno y resulte que la conciencia sí modifique nuestro comportamiento de una forma que aún no se nos haya ocurrido, alterando así las probabilidades de perpetuar nuestros genes y por tanto pudiendo ser favorecida por la selección natural. También hay que considerar la opción de que la conciencia surgiera aún siendo un rasgo irrelevante de cara a la selección natural. Por ejemplo, la conciencia podría ser un subproducto del aumento de la complejidad cerebral, un efecto colateral de la inteligencia. Se trata de la misma hipótesis que vimos en el apartado “Masa crítica” del capítulo anterior, la hipótesis de que la conciencia es algo inevitable en seres que poseen una inteligencia elevada de la misma manera en que el descubrimiento del número pi es algo inevitable en sociedades lo suficientemente avanzadas. Además, la conciencia no es el único rasgo humano difícil de explicar mediante la selección natural. Un ser humano parece sentirse atraído casi por naturaleza a la música, pero eso en principio no repercute en una mayor probabilidad de perpetuar sus genes. ¿Son la sensibilidad artística y la conciencia simples efectos colaterales de una sofisticación mental o bien fueron favorecidos por la selección natural por algún motivo que desconocemos?

Los correlatos neuronales de la conciencia

 

Ya hemos sugerido que la neurociencia, la ciencia que estudia el cerebro, es la candidata con más probabilidades de resolver el Problema Duro en el momento actual. No obstante, muchos neurocientíficos no quieren ni oír hablar de la conciencia, y sus motivos son perfectamente comprensibles. La ciencia se suele llevar bien con los fenómenos objetivos y cuantificables, y muy mal con los fenómenos subjetivos. Y precisamente la conciencia es el fenómeno subjetivo por excelencia, demasiado oscuro, filosófico y especulativo como para resultar un objeto de estudio cómodo. A pesar de esas dificultades, algunos neurocientíficos se han dejado seducir por el Problema Duro y han intentado abordarlo de una manera científica. ¿Pero de qué manera se puede estudiar la conciencia desde la neurociencia? La mayoría de esos neurocientíficos atrevidos han empezado por intentar descubrir la “forma” que tiene la conciencia en el cerebro, o dicho de manera más técnica, descubrir el patrón de actividad cerebral asociado específicamente a la conciencia, lo que se ha venido a llamar los correlatos neuronales de la conciencia.

¿Y cómo se podrían observar esos correlatos? Una primera idea podría consistir en comparar un cerebro en estado consciente con un cerebro en estado inconsciente, por ejemplo comparando un cerebro despierto con un cerebro dormido. El problema de esa idea es que es muy probable que lo que diferencie la actividad de esos dos cerebros no sea únicamente la conciencia, y recordemos que hemos definido los correlatos neuronales de la conciencia como el patrón de actividad cerebral asociado específicamente a la conciencia. Pudiera ser que un cerebro despierto presentara actividad relacionada con la visión, la memoria, el razonamiento lógico o el hambre, por poner algunos ejemplos, y el cerebro dormido no. Y nosotros no queremos saber los correlatos neuronales de la visión, la memoria, el razonamiento lógico o el hambre, queremos saber los correlatos neuronales de la conciencia. Así que tenemos que encontrar dos estados mentales en los que la presencia de conciencia sea el único aspecto diferenciador. Muchos neurocientíficos probaron suerte con un fenómeno llamado visión ciega.[50] La visión ciega es una espectacular afección visual producida por una lesión cerebral en una zona concreta del cerebro capaz de provocar unos síntomas bastante curiosos. La persona afectada afirma ser ciega y no ver nada en absoluto, pero una serie de pruebas revelan que lo único que falla es que su visión no es consciente. Por ejemplo, se les puede presentar un objeto a la vista y decirles que lo cojan. Lo más probable es que contesten diciendo que es una petición absurda, ya que no ven nada. Pero si el experimentador les insiste en que lo cojan a ciegas haciendo una tentativa al azar, probablemente lo cogerán a la primera. De la misma manera, son capaces de sortear obstáculos mientras andan. Pero aunque se les convenza de que tienen esa capacidad, ellos preferirán usar sus bastones de ciego, ya que no se sienten seguros. Ellos ven, pero su visión no llega a sus yoes. La información visual penetra en su cerebro, es procesada y hasta utilizada por los sistemas no conscientes de la mente, todo ello sin producir ninguna sensación en el yo. Se podría decir que su visión es normal pero despojada de todo quale. Así que para definir los correlatos neuronales de la conciencia, la idea consistiría en comparar la actividad cerebral de esos sujetos mientras miran un objeto con la actividad cerebral de un sujeto sano mirando ese mismo objeto. ¿Pero estamos seguros de que lo único que diferenciaría a esos dos patrones de actividad sería la presencia de conciencia? No es un experimento fácil, pues resulta muy complicado separar los procesos relativos a la conciencia del resto de los demás procesos.

Siguiendo estas pautas, quizás podríamos definir exactamente las partes del cerebro que intervienen en la conciencia, así como la forma del patrón de actividad neuronal. ¿Pero eso podría ayudarnos a resolver el Problema Duro? Imaginemos que un científico nos dice “la conciencia se genera en la formación reticular del tallo cerebral”. ¿En qué medida eso nos acerca a la solución del problema de la conciencia? Francis Crick, codescubridor del ADN, centró la última parte de su carrera en los correlatos neuronales de la conciencia. En uno de sus estudios más famosos, afirmó que los circuitos neuronales implicados en una visión consciente parecían presentar un patrón eléctrico sincronizado característico de 40 Herzios. El estudio parecía afirmar que la conciencia estaba definida por un grupo de neuronas que sincronizaba sus impulsos eléctricos. ¿Qué nos dice eso acerca del Problema Duro? Precisamente cuando Chalmers hizo hincapié en distinguir el Problema Duro de los problemas blandos, se refería a ese tipo de descubrimientos. Son descubrimientos que en un principio parecen decir algo sobre la conciencia, pero en realidad no resuelven el problema en absoluto. Todos los problemas filosóficos importantes que presenta la conciencia siguen sin resolverse. La perplejidad sobre cómo pueden surgir sentimientos de un objeto material sigue inalterada, provenga la conciencia de neuronas sincronizadas o no sincronizadas, azules o rojas, grandes o pequeñas. De todas formas, sería un grave error criticar los avances de la neurociencia en base a esos argumentos. Se trata de descubrimientos interesantes y valiosos por sí mismos, a pesar de que en relación al problema de la conciencia sólo sean problemas blandos. En el ejemplo del científico que afirma que la conciencia reside en la formación reticular del tallo cerebral, podríamos ser críticos sólo si el científico continuara “...y gracias a mi descubrimiento se puede decir que el problema de la conciencia ha sido resuelto”. Ahí podríamos replicar al científico diciéndole que el Problema Duro sigue inalterado, por lo que su afirmación es falsa. Así que los descubrimientos nunca pueden ser criticables, sólo las interpretaciones demasiado optimistas sobre esos descubrimientos. Y para ser justos con Crick, estoy convencido de que nunca afirmó haber resuelto el problema.[51]Por otra parte, existen algunas opiniones que afirman que los problemas blandos sí ayudarán a resolver el Problema Duro, incluso llegando al punto de afirmar que el Problema Duro no es más que una colección de problemas blandos, esfumándose el Problema Duro una vez estén todos resueltos.[52]

Nuestro software

 

En el apartado “El yo de Hofstadter” del capítulo anterior mencionamos que Hofstadter se imagina a la mente humana como una red de símbolos. Merece la pena efectuar un alto en el camino para explicar en qué consiste la red a la que se refiere Hofstadter, pues se trata de una interesante hipótesis acerca de la manera en la que podría funcionar la mente humana, un modelo de nuestro propio software. No obstante, este modelo no va a explicarnos el fenómeno de la conciencia, como veremos ahora.

El modelo describe a la mente como una red de símbolos, siendo un símbolo una representación mental de una parcela concreta de nuestra realidad, parcela a la que hemos dado una cierta relevancia.[53] Esa representación puede ser un concepto, una categoría, un objeto en concreto, etc. Así, son ejemplos de símbolos “árbol”, “lluvia”, “Italia”, “Hofstadter”, “juegos de mesa”, “cosas que me hacen sentir tranquilo” y “Tesis Church-Turing”. Por supuesto, cada mente tiene su propia colección de símbolos: es de esperar que el símbolo “Tesis Church-Turing” no lo tenga todo el mundo, por ejemplo. Adicionalmente, hay que tener en cuenta que los símbolos se pasan la mayor parte del tiempo inactivos, activándose sólo cuando pensamos en el aspecto de la realidad al que representan. De esta manera, pensar en una pera provoca la activación del símbolo “pera”. Podríamos decir que los símbolos son los objetos que forman nuestro contenido mental, las unidades de nuestro pensamiento. Y lo interesante del modelo es que los símbolos están interconectados, asociados de una manera muy concreta, y es ese patrón de asociaciones de símbolos lo que crea la estructura de nuestra mente y nos permite razonar. Imaginemos que en nuestra mente el símbolo “Bach” está asociado al símbolo “música”. Eso provocará que al pensar en Bach, también pensemos en música. Esas asociaciones pueden ser de intensidad variable. Por ejemplo, “Bach” podría estar fuertemente asociado a “música” y levemente a “peluca”. Así que si pensamos en Bach lo primero que nos viene a la mente es la música, pero si estamos más tiempo pensando aparecerán más símbolos, por ejemplo relativos al hecho de que fuese alemán, tuviera muchos hijos o que en sus retratos llevara siempre puesta una peluca de época. Sabiendo esto, podemos deducir que cada persona no sólo tiene su colección particular de símbolos, sino también su patrón particular de asociaciones de símbolos. Para mucha gente el símbolo “gamba” estará asociado fuertemente a símbolos gastronómicos como “comer” o “plato”, pero para un pescador quizás estará más asociado a símbolos como “red” o “trabajo” y para un biólogo a símbolos como “crustáceo” o “decápodo”. Las personas que poseen el símbolo “gamba” en sus mentes lo pueden tener asociado a símbolos diferentes, pero es importante destacar que todos lo tendrán asociado a un símbolo como mínimo, ya que en esta hipótesis los símbolos nunca están aislados, dado que en cierto modo cada símbolo adquiere sentido gracias a sus asociaciones.[54] Y debido a que todos los símbolos están asociados y la activación de un símbolo estimula la activación de sus símbolos asociados, es fácil concluir que la activación de un símbolo siempre provocará un efecto dominó, una reacción en cadena. Por ejemplo, es probable que activar el símbolo “nieve” active a su vez el símbolo”frio”, el símbolo “frío” active a su vez el símbolo “calefacción”, el símbolo “calefacción” el símbolo “fuego”... pero en algún momento hay que parar, puesto que de lo contrario activar un símbolo implicaría activar toda la red al completo, lo cual no parece muy ajustado a la realidad. ¿Cómo podríamos librarnos de esta aparente contradicción? La solución consistirá en hacer decrecer el estímulo en cada paso, disminuyendo a su vez el grado de activación de los símbolos asociados hasta que el efecto dominó se detenga. Además, podemos sugerir que haya una correspondencia entre el grado de activación y el grado de atención. Así, sólo los símbolos más activados accederán a la conciencia, mientras que los símbolos poco activados —la inmensa mayoría— permanecerán en el inconsciente. De esta manera, nuestro contenido mental consciente podrá centrarse en unos cuantos símbolos sin quedar saturado. En cierto modo se trata de una especie de batalla: sólo los que reciban más estímulos ganarán el privilegio de ser percibidos conscientemente.

Y ahora intentemos poner en práctica nuestro modelo con un par de ejemplos. Leamos el siguiente fragmento: “Toqué el cadáver. Estaba frío. Sin sangre en las venas. Ante mis pies yacía el pobre campesino sin vida. A lo lejos, la silueta del castillo, que parecía brillar a pesar de estar envuelta entre niebla y oscuridad. Agarré mi crucifijo y seguí adelante a pesar del peligro que corría.” Este breve fragmento evoca varios símbolos, entre ellos “cuentos de terror” y “vampiro”. ¿Pero qué símbolo en concreto ha causado la activación de “vampiro”? En mi mente, el símbolo “sangre” está más asociado a temas de salud que a vampiros, el símbolo “crucifijo” a temas religiosos y el símbolo “castillo” a temas de historia. No obstante, es probable que “vampiro” esté asociado levemente a todos esos símbolos, y la suma de todas esas asociaciones leves haya provocado una activación fuerte. Por supuesto, eso es sólo una simplificación, pues el fragmento habría activado muchos más símbolos que esos tres. También es interesante notar que esas activaciones son completamente involuntarias: simplemente, es inevitable que nuestra mente active símbolos. Es el efecto dominó del que hablábamos antes, en el que la activación de unos símbolos causa una cascada de activaciones secundarias de otros símbolos de manera automática, inconsciente.

Ahora consideremos este típico juego infantil. Hay que responder rápido a estas preguntas: “¿De qué color es el papel? ¿De qué color es un vestido de novia? ¿De qué color es la cáscara de huevo? ¿Qué beben las vacas para desayunar?” La mayoría de la gente suele responder “leche” erróneamente, sobre todo si ha respondido rápidamente como pedía el enunciado. La respuesta a por qué se produce esto se contesta fácilmente según el modelo. Los símbolos “blanco” —un símbolo implícito, activado a causa de la activación de otros símbolos—, “vaca” y “desayunar” han activado tanto el símbolo “leche” que era la respuesta más accesible a la conciencia en ese momento.

¿Se reconoce el lector en el modelo? A mí personalmente me parece un modelo muy creíble, totalmente compatible con mi experiencia. Cuando estoy pensando, tengo la sensación que mi mente está asociando ideas, siendo esas asociaciones de intensidad variable. Desde luego, no siento que mi mente funcione elaborando secuencias de algoritmos lógicos como lo haría una máquina de Turing. Más bien siento que mi mente funciona basándose en algo así como una lógica difusa, con porcentajes, medias verdades y probabilidades, y no en una lógica exacta. ¡Claro que estoy hablando del nivel más alto de mi mente, por supuesto! No puedo dejar de insistir en la importancia de entender que los sistemas computacionales se tienen que interpretar a varios niveles. En este apartado sólo estamos hablando del nivel alto, el nivel de las ideas, el nivel de los razonamientos que experimentamos y sentimos. Por el contrario, los niveles bajos de la mente se refieren generalmente a fenómenos celulares, y no tiene mucho sentido hablar de cómo se experimentan o sienten a nivel consciente. Por lo tanto, el nivel bajo de nuestra mente podría ser muy diferente al que se describe en este modelo. ¿Pero es este el caso? No me resulta muy difícil imaginar que a muchos lectores este modelo les habrá recordado poderosamente a una red neuronal.[55] ¿Podría ser que el nivel alto de la mente tuviese una estructura similar a la de sus niveles inferiores?

Los paralelismos entre este modelo y una red neuronal son evidentes. Los símbolos se pueden equiparar a las neuronas, y las asociaciones a las sinapsis. Tanto los símbolos como las neuronas forman parte de una red en la que se transmiten estímulos, y si la suma de esos estímulos es lo suficientemente fuerte, se ponen en marcha una serie de reacciones en cadena. Incluso podríamos pensar que del mismo modo que las conexiones neuronales más usadas se van reforzando y las menos usadas se van debilitando, las asociaciones entre símbolos se podrían ir reforzando y debilitando de la misma manera. Por ejemplo, después de ver la película Tiburón es probable que la conexión entre los símbolos “playa” y “tiburón” se haya reforzado y no nos resulte apetecible la idea de bañarnos. No obstante, también es probable que con el tiempo esa conexión se vaya debilitando por falta de uso, y llegue un día en el que nos podamos bañar sin que venga a nuestra mente la imagen de un tiburón sediento de sangre.[56] Esos cambios de intensidad entre las asociaciones de símbolos podrían explicar cómo podemos aprender y olvidar. Así que el paralelismo entre una red neuronal y una red de símbolos es muy ajustado —aunque no exacto[57]—, recordando bastante en este caso el nivel alto al nivel bajo. No hay nada asombroso en ello, ya que aunque el nivel alto puede ser radicalmente diferente al bajo, no es de extrañar que la influencia de la configuración del nivel bajo se deje notar en la configuración de los niveles superiores.

Y antes de terminar con la descripción del modelo, vamos a intentar explicar cómo podría ser un símbolo físicamente, el hardware de un símbolo. Hofstadter sugiere que un símbolo podría estar codificado en un conjunto de neuronas fuertemente interconectadas. Y además menciona que es probable que haya cierto solapamiento, es decir, la posibilidad de que una neurona pueda formar parte de varios símbolos a la vez. Eso permitiría que la cantidad de símbolos que un cerebro pudiera contener fuese astronómica. Además, abre la posibilidad de que puedan existir símbolos compuestos a su vez por otros símbolos.

Ser un software

 

Sea como sea la forma del software que rige nuestros cerebros, sin duda es fascinante la idea de que nuestro yo sea simplemente un patrón, una configuración, un trozo de información. Nuestras alegrías, dolores, miedos y esperanzas no son más que bits. Y eso implica dos hechos poco intuitivos:

El primer hecho es que nuestros sentimientos proceden directamente de nuestro software, no del entorno. Cuando alguien nos halaga y experimentamos alegría por ello, normalmente sentimos que la alegría procede directamente del halago, porque tenemos esa relación de causa-efecto tan interiorizada en nuestra concepción del mundo que nos olvidamos de que la alegría procede en realidad de nuestros mecanismos cerebrales. El halago es simplemente el estímulo que activa el fragmento de nuestro software especializado en producir alegría. Y es de esa subrutina de donde procede nuestra alegría, de la configuración de nuestras redes neuronales. Dicho de otro modo, podríamos ser tremendamente felices encerrados en una celda oscura y solitaria pero estando nuestro cerebro alterado por alguna clase de droga, operación o mecanismo que hiciera que esa subrutina estuviera siempre activa. Es nuestro cerebro lo importante en relación a nuestros sentimientos, no el entorno. El entorno sólo es el detonante.

El segundo hecho es que esos sentimientos procedentes de nuestro software tienen una configuración arbitraria. A pesar de que pensamos acerca de nuestros propios sentimientos como si fueran cuestión de sentido común, nuestros sentimientos son consecuencia únicamente de nuestro diseño. Siguiendo con el mismo ejemplo de antes, un diseñador podría haber dispuesto perfectamente que nuestro cerebro estuviera configurado para sentir dolor ante los halagos y alegría ante los desprecios. Es nuestro diseño de nuestro software lo que dicta nuestras reacciones emocionales, no la razón. Es verdad que la configuración de nuestro software en cierto sentido no es en absoluto arbitraria, pues sigue la lógica de la selección natural: los halagos son un indicio de que nuestro grupo social nos aprecia y por lo tanto no va a comernos mientras dormimos —por ejemplo—, así que la selección natural los ha favorecido. Sólo una selección natural extraña y perversa produciría un cerebro que sintiera dolor ante los halagos y alegría ante los desprecios. Pero es un cerebro perfectamente posible, capaz de funcionar bien en un universo extraño y perverso donde los halagos disminuyeran nuestra probabilidad de supervivencia y los desprecios la aumentaran. Así que el dolor y el placer son ante todo elementos de un sistema para condicionar nuestra conducta. Al igual que podemos amaestrar a un caballo con terrones de azúcar, la naturaleza en cierto modo nos amaestra con el placer y el dolor que provocan nuestros sistemas cerebrales. ¿Por qué a muchas personas les produce placer la visión de un par de senos redondos? ¿Por qué no cuadrados o piramidales? Es una arbitrariedad de la naturaleza, que favoreció esa forma como la deseable sexualmente en función de unos cuantos factores, como por ejemplo la dificultad fisiológica de producir senos cuadrados. Nadie eligió sentirse atraído por una determinada forma de senos. De la misma manera, nadie eligió desear comer o dormir. La naturaleza creó un cerebro que premiaba con placer el cumplimiento de esos deseos en cierto modo arbitrarios. Nosotros sentimos que esos deseos son de sentido común, pero eso es debido a que hemos vivido siempre con ellos, no debido a que obedezcan a causas racionales.

¿Qué queremos decir con todo esto? En resumidas cuentas, que es el diseño de nuestro software cerebral lo que nos determina, y por tanto todos nuestros placeres, gustos, alegrías, tristezas y dolores son consecuencia de un sistema que nunca elegimos ni nunca podremos elegir. Somos esclavos del diseño de nuestro software cerebral. ¿Pero cómo podría ser un mundo en donde los seres humanos pudieran cambiar el diseño de su propio software? Imaginemos. Podríamos memorizar y olvidar a voluntad. Elegir la intensidad de nuestro apetito sexual. Dejar de sentir hambre, miedo, asco, dolor, tristeza o aburrimiento. Sentir alegría cada vez que quisiéramos sentirla. Por tanto, podríamos conseguir que nuestros deseos y gustos ya no procedieran del diseño arbitrario de nuestro software, sino de nuestra verdadera voluntad. Claro que esto último da lugar a una situación algo extraña, debido a que toda voluntad depende del diseño del software cerebral que forme el yo. ¿Qué desearía alguien que pudiera elegir lo que desear? ¿Existe acaso un deseo tan genuino que trascienda el diseño del software cerebral del sujeto que desea? ¿Cuál es la motivación de elegir la propia motivación? Desde luego, un ser humano con el poder de diseñar su propio software cerebral tendría una vida muy diferente a la nuestra, muy extraña, quizás tan alejada de la humana que ninguno de nosotros estaría preparado para ella.

Vivir

 

Me gustaría acabar este capítulo con una reflexión acerca de la curiosa relación que existe entre la vida y la conciencia. Si bien en teoría no es lo mismo estar vivo que estar consciente, en la práctica solemos equiparar esos dos conceptos. Por ejemplo, si existiese una computadora consciente, mucha gente pensaría en ella como en un ser vivo. Por el contrario, si alguien quedara en coma permanente, mucha gente consideraría que esa persona en el fondo ha muerto, aunque su organismo siguiera respirando y latiendo. Desde luego, para nosotros la experiencia de perder la conciencia es la misma que la de estar muerto: ninguna experiencia. Sin embargo, las definiciones formales de “vida” y “ser vivo” contradicen esa manera de verlo. Las plantas se consideran seres vivos a pesar de no tener conciencia. Y un robot consciente no podría considerarse formalmente como un ser vivo ya que no se reproduciría, entre otras cosas. ¿Entonces, cómo podríamos catalogar a un robot consciente que sintiera miedo, dolor y alegría? ¿Diríamos que está muerto, que es un objeto inerte? Si la palabra “matar” significa quitar una vida, ¿por qué nos suena tan rara la expresión “matar un ciprés”? Parece que para la mayoría de la gente, vivir no es tanto crecer y reproducirse como sentir, ver, oír, alegrarse y padecer. Son los qualia lo que nos hace vernos a nosotros mismos como seres vivos.

Notas

 

[42] A pesar de que sus teorías aparentemente defienden la idea de la conciencia como algo sofisticado, el propio Hofstadter cree que los animales pueden tener algo así como una conciencia, aunque una conciencia menos “grande” que la de un humano. Incluso es vegetariano por considerar que está mal matar a ciertos animales dotados de esa pequeña conciencia, como explica en su libro Yo soy un extraño bucle.

 

[43] El proyecto OpenWorm tiene como meta lograr una simulación virtual exacta de las 959 células del Caenorhabditis elegans, entre ellas las 302 neuronas de su cerebro. Esa simulación virtual exacta de las 302 neuronas incluye el patrón específico de sus conexiones neuronales, el conectoma. Es posible que sea el primer caso real de cerebro emulado por una computadora, tema que abordo en el último capítulo.

 

[44] Uno de los indicios que nos hacen pensar que los chimpancés son conscientes es la gran similitud que hay entre el cerebro de un humano y el cerebro de un chimpancé. De hecho, es fácil sospechar de todos los mamíferos ya que la estructura cerebral es similar, estando las diferencias básicamente en el tamaño y en el grado de desarrollo de ciertas partes, como el córtex.

 

[45] Recuerdo haber leído una estrafalaria teoría que afirmaba que la conciencia apareció más o menos en la época de la antigua Grecia, por lo que la mayoría de los faraones egipcios no hubieran sido seres conscientes.

 

[46] La idea de que la única mente cuya existencia podemos confirmar es la propia se conoce como solipsismo.

 

[47] A no ser que el universo y por tanto el resto de la humanidad fuera una simulación, escenario que tampoco parece demasiado verosímil.

 

[48] Esa capacidad se denomina Teoría de la mente, y probablemente es lo que funciona mal en personas que tienen un trastorno del espectro autista.

 

[49] Las denominadas neuronas espejo son neuronas que se activan tanto al realizar una tarea como al observar a alguien realizándola. Es un indicio probable de que la empatía está predeterminada en nuestros cerebros.

 

[50] El famoso neurólogo Vilayanur S. Ramachandran afirma que el fenómeno de la rivalidad binocular es mucho mejor que el fenómeno de la visión ciega para definir los correlatos neuronales de la conciencia. La rivalidad binocular consiste en presentar estímulos visuales diferentes a cada ojo. En ese escenario el cerebro no suele fusionar las dos imágenes en una, sino hacer consciente sólo una imagen, eclipsando a la otra.

 

[51] Christof Koch, colaborador de Crick por aquel entonces y experto en el tema de la conciencia, aborda en uno de sus libros esta cuestión, dejando claro que conoce la distinción entre Problema Duro y problemas blandos. En su libro reproduce incluso la crítica de un colega comparando el descubrimiento de los 40 Herzios con la hipótesis de la glándula pineal de Descartes.

 

[52] Dennett, entre otros.

 

[53] Los modelos de la mente que se basan en redes y asociaciones se denominan modelos conexionistas. Este modelo en concreto está extraído en gran parte del libro Gödel, Escher, Bach.

 

[54] Esta parte de la hipótesis encierra un grave problema. Si el significado de un símbolo viene dado por otros símbolos, nos encontramos con una explicación circular a la pregunta de cómo es posible que surja significado en una mente. Pretender que el significado de un símbolo venga dado por otros símbolos es como pretender enseñar a un bebé su primera palabra leyéndole la definición del diccionario. Dicho de otra manera, la primera palabra no se puede enseñar con otras palabras.

 

[55] De hecho, buena parte del texto de este apartado podría sustituir a la historia de vampiros que he puesto como ejemplo de como muchas asociaciones leves pueden causar una activación fuerte, siendo “red neuronal” el símbolo activado fuertemente.

[56] Una imagen tremendamente distorsionada, por cierto. Los tiburones suelen ser muy poco agresivos con los humanos.

[57] Una de las mayores diferencias está en que los símbolos se pueden activar en diferentes grados, mientras que las neuronas no pueden activarse de forma parcial. Las neuronas o se activan produciendo un potencial de acción o no se activan en absoluto, lo que se conoce en neurociencia como ley del todo o nada.

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